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Unificación impelida por Dios

Del número de febrero de 1983 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Ésta es una era maravillosa para comprender que el hombre es espiritual y no material. Es un momento único y crítico en la historia para darse cuenta de que la unidad que puede existir entre todos nosotros ha de proceder directamente de nuestra comprensión de la unidad que el hombre eternamente tiene con el Espíritu, Dios.

La humanidad ha dejado atrás la era cuando personas esparcidas por toda la tierra podían aislarse fácilmente del resto del mundo. Hemos entrado en la era en que la interdependencia es muy común.

Muchos ven bastante promesa en este contacto recíproco; en el empeño de trabajar en conjunto para resolver nuestras necesidades en este pequeño planeta. Sí, hay mucha promesa en ello; no obstante, hay que hacer frente a serios problemas a medida que se logra un mayor acercamiento entre personas. Ideologías políticas y sistemas económicos diferentes, y hasta las diferencias culturales en sí, pueden interrumpir la tendencia hacia obtener cierto grado de unidad.

Pero algo mucho más significativo yace en la raíz de muchos conflictos: diversidad de opinión respecto a la naturaleza del ser y de la realidad. De todos los factores que componen el carácter de una persona no hay otros que estén más arraigados, ni que motiven con más fuerza sus acciones, que las convicciones basadas en conceptos relacionados con la naturaleza de la existencia. La relación del hombre con el universo, la naturaleza de Dios, opiniones respecto a la verdad misma, todas esas impresiones crean poderosas fuerzas mentales, individuales y colectivas. Estas fuerzas mentales tienen fuertes y distintivas características. No armonizan de manera natural.

El cristianismo, islamismo, budismo, ateísmo, judaísmo y otros, contribuyen de modo significativo a las fuerzas que moldean actitudes, deseos y objetivos. Cuando los diversos intereses de estos impulsos del pensamiento convergen, los resultados pueden ser desconcertantes. A veces se siente confusión. Puede surgir antagonismo. La envidia puede manifestarse. El punto es que no se puede acercar a la gente de manera eficaz empujándola a tener una relación meramente superficial — que se base, por ejemplo, en factores económicos — una relación que no tome en cuenta diferencias intrínsecas que son resultado de conceptos profundamente arraigados sobre la razón de la existencia.

Algunos abogan en favor de combinar las mejores creencias de cada grupo, con la esperanza de que la gente pueda unirse sobre la base de una hermandad humana. Pero la existencia material, sostenida por diversos conceptos acerca de la naturaleza de Dios y del hombre (o la negación total de la existencia de Dios), contiene una serie de estados de pensamiento incompatibles.

La capacidad para trabajar juntos en armonía tiene que proceder de algo mucho más poderoso que las relaciones mortales. Las fuerzas mentales, aquellas que dan a la consciencia humana motivación y actitudes básicas, necesitan grandemente de la percepción espiritual que la Ciencia del cristianismo aporta. Sólo entonces se puede neutralizar el conflicto, la confusión y el antagonismo.

La hermandad genuina es impelida por la paternidad de Dios. La paternidad de Dios no da lugar a actitudes y opiniones mortales antagónicas respecto a Él. Su creación es espiritual; Él es la sustancia de todo ser. Dios es Espíritu. Él es Uno. Y el hombre es la representación, la manifestación individual, del Espíritu. No hay desacuerdos en el Espíritu. La sustancia divina, la base de toda consciencia, es armonía prístina; no incluye contiendas, antagonismo, discordia.

Cuando esta verdadera perspectiva de la realidad se aplica específica y regularmente mediante la oración a situaciones humanas discordantes, la fuerza de los conflictos comienza a debilitarse. Las marcadas diferencias subyacentes que dan forma a la consciencia humana y, por lo tanto, a los acontecimientos y relaciones, comienzan a ajustarse a la voluntad de Dios. La hermandad se coloca sobre una base más realista, porque su perfección original comienza a alborear.

La unificación genuina no puede ser el mero hecho de adherir intereses mortales comunes. La unidad definitiva es la relación individual del hombre con un solo y supremo Dios. Sólo cuando se comprenda que esta relación es enteramente espiritual, la armonía y el progreso genuinos se convertirán en la norma para la humanidad. La Sra. Eddy escribe: “Un solo Dios infinito, el bien, unifica a los hombres y a las naciones; constituye la hermandad de los hombres; pone fin a las guerras; cumple el mandato de las Escrituras: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’; aniquila a la idolatría pagana y a la cristiana — todo lo que es injusto en los códigos sociales, civiles, criminales, políticos y religiosos; establece la igualdad de los sexos; anula la maldición que pesa sobre el hombre, y no deja nada que pueda pecar, sufrir, ser castigado o destruido”.Ciencia y Salud, pág. 340.

Las relaciones entre los pueblos del mundo, que a veces han provocado confusión, antagonismo y hasta venganzas, sanarán a medida que se comprenda y defina adecuadamente la relación del hombre con Dios. En el fondo todos los desacuerdos se reducen a opiniones discrepantes acerca de la naturaleza de la realidad; a conceptos equivocados acerca de Dios; a ignorancia de lo que Dios es.

La solución no es, por supuesto, evitar que las personas que abrigan conceptos sumamente diferentes se comuniquen entre sí. El remedio está en que los que ven de dónde procede el conflicto, hagan pesar su comprensión de la realidad, es decir, que alivien la discordancia mediante la comprensión de un solo Dios y Su perfecta manifestación. En verdad, no hay pensamientos divergentes acerca de Dios. Dios es Mente; Él es la fuente de todo pensamiento. El hombre es la expresión de un Dios único.

Dios revela Su unicidad mediante el Cristo, mediante el mensaje divino de perfección. El Apóstol Pablo nos dice que el propósito de Dios es el “de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra”. Efes. 1:10.

A medida que la interacción entre personas continúe aumentando, debemos ser lo suficientemente sabios como para proteger la integridad del cristianismo poniendo en práctica un aspecto esencial de su mensaje: la curación de los conflictos por medio de la comprensión de que el Cristo nos hace despertar a una completa unificación con Dios. Cristo revela a la familia del hombre como reflejando totalmente la paz y la armonía que resultan de la unidad con la Mente.

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