El hombre de Dios no ha nacido.
No le espera tampoco muerte alguna.
En el seno de su Padre sostenido,
ni la tumba le constriñe, ni la cuna.
El hombre de Dios es algo vivo.
Coexiste con el Padre, reflejándolo.
De Su gloria superna es él testigo;
perfecta expresión de luz eterna.
El hombre de Dios está en la Mente.
Amado del Amor y de la Vida,
su Madre — Dios — le conoce desde siempre;
en Su saber le protege y le cuida.
El hombre de Dios es del Espíritu.
No hay pasado para él ni hay futuro.
El eterno hoy, su clara estirpe,
nada sabe del error ni de lo impuro.
El hombre de Dios es siempre el mismo.
No hay mudanza ni sombra en su belleza.
Espejo para el Alma es su Hijo.
El dominio, su preciosa herencia.
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