Camino al templo, Pedro y Juan fueron detenidos por un limosnero, un hombre cojo de nacimiento. ¿Cómo respondieron ellos a su pedido de ayuda? ¿Apresuraron el paso, ignorándolo, temiendo que podrían llegar tarde para la oración en el templo? ¿Le arrojaron algunas monedas, pensando que habían cumplido con su deber humano? No, se detuvieron lo necesario para ofrecerle la moneda de curación espiritual.
“No tengo plata ni oro”, dijo Pedro. “Pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda”. Hechos 3:6. Y el cojo saltó inmediatamente, aceptando gozoso el obsequio de dominio espiritual, y entró en el templo con ellos, alabando a Dios.
¿Qué habrían hecho la plata y el oro por el cojo? Tal vez le hubieran provisto de alimento sumamente necesario. O, por un tiempo, abrigo más adecuado. Tal vez le hubieran permitido reducir sus diarios viajes al templo. Pero ¿qué hubiera hecho al terminársele el dinero? Hubiera regresado, pidiendo limosnas nuevamente, aún sentándose afuera del templo de Dios.
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