El momento tuvo que haber sido tenso, hasta dramático. Cristo Jesús no respondió a su pesquisidor. Pilato lo apremió: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?” Con una confianza imperturbable, Jesús respondió: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba”. Juan 19:10, 11.
Difícilmente podemos leer episodios como ésos que culminaron en la crucifixión sin sentirnos profundamente conmovidos. La suposición de Pilato de que él podía determinar el destino de Jesús; la certeza que Jesús tenía de que Dios solamente era quien gobernaba su destino: estos dos puntos de vista tienen consecuencias que van mucho más allá del significativo acontecimiento cuando esos dos hombres se vieron frente a frente.
La suposición de Pilato nos presenta un reto incluso hoy en día. E intimidó a la gente mucho antes de la época de Jesús. Lo que Pilato dijo simbolizó una falacia mortal básica: la creencia de que la gente, los lugares, los acontecimientos, pueden ejercer un control decisivo sobre nuestras vidas. Moisés, cuando se enfrentó a Faraón, al prepararse para conducir a los israelitas fuera de Egipto, debe de haber sentido la arrogancia de la suposición de Pilato; Elías la sintió con Jezabel; los tres jóvenes hebreos con el rey Nabucodonosor y su horno de fuego ardiendo.
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