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Amados por completo

Del número de mayo de 1983 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


“¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!”, Mateo 14:27. dijo Cristo Jesús. Es necesario tener humildad para escuchar la tierna y poderosa bendición del Cristo que ese mensaje encierra. Es indispensable para nosotros en todo momento.

Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens), hace hincapié en la paternidad y maternidad de Dios en todos sus escritos. Cuando nos enfrentamos a un problema, podemos confiar en esa presencia que nuestra Guía describe en la siguiente definición: “PADRE: Vida eterna; la Mente única; el Principio divino, comúnmente llamado Dios”.Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 586. Pero, además, debemos también comprender otra verdad tal como ella la presenta: “Dios es nuestro Padre y nuestra Madre, nuestro Ministro y el gran Médico. Él es el único pariente verdadero del hombre en la tierra y en el cielo”.Escritos Misceláneos, pág. 151. Por tanto, en cualquier situación, la percepción de la presencia maternal y paternal de Dios trae consigo una profunda sensación del cuidado, el perdón y la misericordia de Dios. Esta certeza disipa la ansiedad.

El hecho es que el hombre es espiritual, no material; saludable, no enfermo. Esto significa que podemos sentirnos victoriosos, no en medio de la lucha. El Amor divino — nuestra Madre, nuestro Padre, Médico y Ministro — nos está prodigando todo el bien. “Aplicados a la Deidad, Padre y Madre son términos sinónimos; significan un solo Dios”,Message to the Mother Church for 1900, pág. 5. escribe la Sra. Eddy.

Todo sufrimiento que podamos experimentar se debe a un punto de vista anticuado, falso y material de las cosas. El Amor nos está exigiendo que abandonemos la falsedad, la depongamos, y tomemos la vara de la calma y seguridad espirituales. Estas se encuentran en lo profundo de la humildad. En los asuntos humanos esta humildad parece a veces más difícil de alcanzar para los hombres que para las mujeres. Las creencias tradicionales de la sociedad, basadas en definiciones materiales de lo que es el éxito, han ejercido presión sobre los hombres para que compitan, para que obtengan el empleo adecuado, los ingresos adecuados, y alcancen cierto nivel social. Todo esto se deriva de la creencia de que el hombre es un mortal incompleto y que la materia es real y que, en la cantidad y dosis correcta, nos puede proporcionar seguridad, hasta felicidad. Pero la materia no tiene capacidad para dar o quitar nada. Como ideas completamente espirituales de Dios, existimos ahora y siempre en el Espíritu, en la Mente divina.

El hombre, como la expresión de Dios, es el producto de la natural necesidad de Dios de ser Él Mismo, de expresarse a Sí Mismo. A medida que espiritualizamos nuestras metas y tratamos de expresar más a Dios, alcanzamos nuestro éxito estando más conscientes de que somos Sus hijos, caminando con Él más firmemente, amando más puramente, trabajando más espiritualmente. El resultado es una esfera más amplia de logros y un bien más perdurable en nuestra vida.

Una noche, mientras me encontraba en una ciudad extranjera, sentí un terrible dolor de cabeza que me impedía dormir y hasta pensar. Me paseé por el cuarto del hotel, esforzándome por elevar mi comprensión de mi verdadera identidad espiritual, por ver y aceptar solamente la totalidad de Dios y mi unidad con Él.

Gradualmente, a pesar de que el dolor no había cedido, empecé a sentir la profunda seguridad que proviene de permanecer en el sentido espiritual. Y de repente, como si alguien hubiera hablado, escuché estas palabras: “Tu Madre te ama”. Lo que alboreó fue una nueva consciencia de que Dios, mi Madre, con todo Su tierno amor protector, me amaba profundamente. Yo no podía, por lo tanto, extraviarme o sentirme solo y desamparado. El dolor desapareció al instante y dormí profundamente.

Al día siguiente fuí a un servicio religioso en una iglesia local de la Ciencia Cristiana. Después me encontré con dos señoras — una de las cuales había conocido en otra parte del mundo — quienes prestamente se ocuparon de mí y literalmente fueron como “madres” para mí durante el resto de mi estadía. Más tarde vi cuán directamente la comprensión más profunda de la maternidad de Dios que obtuve esa noche se puso de manifiesto de manera vívida en unas cuantas horas. Quizás lo más importante fue que descubrí numerosas maneras en las que yo podía ofrecer un toque de amor maternal a una de mis nuevas amigas en forma de verdades espirituales específicas y sostenedoras.

Un cambio total de nuestra experiencia, de dolor y sufrimiento a libertad y alegría, es posible a cada instante en un instante. Un sentido de la maternidad de Dios nos hace apreciar las cualidades maternales que nosotros mismos reflejamos. A un hombre, en particular, puede serle de ayuda para romper la imagen estereotipada de “machismo”, para erradicar conceptos erróneos acerca de sí mismo basados en la animalidad, la ambición personal y la agresividad. Esos conceptos son autodestructivos, pues parten de la creencia en una provisión limitada de bien por la cual luchan los limitados mortales, en el comercio, en la política y en las relaciones humanas.

En medio de discrepancias, de conflicto o tensión, podemos reconocer que el mismo elemento necesario para sanar y bendecir a todos es el que ya reflejamos por ser hijos de Dios: el amor maternal. La ira, la frustración, la sospecha y el resentimiento — en nosotros o en los demás — son a menudo súplicas disfrazadas pidiendo que se nos consuele, que se nos reafirme nuestro valer espiritual, y que se nos exprese compasión cristiana. Escuchar humildemente a Dios y después a los demás nos mostrará la mejor manera de responder a esas súplicas, de comportarnos como la clara transparencia, o expresión, del amor que nuestro Padre-Madre siente hacia todos Sus hijos.

Nos encontraremos cada vez más ocupados en servir a los demás, y en círculos continuamente más amplios. Nuestras vidas cobrarán mayor propósito, dirección y originalidad. El comportamiento egoísta, alias apego a la materia, será disipado por la comprensión de que en realidad reflejamos amor desinteresado y un afecto por las cosas espirituales. Esta comprensión, a su vez, purificará y estabilizará lo que aportamos a nuestra cultura y sociedad.

Una expresión de la maternidad ministradora de Dios es a veces necesaria donde menos podríamos esperarlo, en aquellos que parecen estar humanamente seguros y ser de algún modo invulnerables. Pero un sentido espiritual activo nos capacita para penetrar las fachadas mortales y percibir las verdaderas necesidades.

“¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!” Silenciosa o audiblemente podemos compartir nuestro reconocimiento de la tierna y poderosa presencia del Cristo, dondequiera y con quienquiera que estemos. Cuando lo hacemos, el amor de Dios como Padre-Madre está expresándose en bondad, estabilidad e invariable constancia.

A medida que el mundo sienta más del afecto maternal que no juzga, emanando de las vidas y las acciones de los estudiantes de la Ciencia del Cristo, la gente se apiñará en nuestras iglesias de la misma manera que se apiñaba en torno a Jesús. Ante la presencia de su expresión del Cristo, se sentían amados, cuidados con ternura inefable. Y este amor los sanaba. En la maternidad de Dios no hay sentimentalismo empalagoso; es fuerte, incisiva, directa, impertérrita, coordinada con la paternidad de Dios e inseparable de ella. Trae curación.

“Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo”. Isa. 66:13. Esta visión del cuidado de Dios que Isaías nos da, y que es confirmada por las bondadosas ministraciones de Jesús a los enfermos y hambrientos, es la base de la labor de curación. Podemos confiar en que la maternidad de Dios, haciendo eco en la calidad de nuestras vidas, bendice a nuestras comunidades y al mundo en formas profundas y vivificantes, impartiendo un goce de cielo ahora. La cualidad de la maternidad es un derecho de nacimiento de cada uno de nosotros, y actúa como un antídoto contra el temor y la tensión en las relaciones personales y en los asuntos internacionales.

La infinita maternidad de Dios cuida tiernamente, perpetuamente, de nosotros.

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