El progreso espiritual está edificado sobre la pureza: móviles puros, deseos y acciones puros, razonamiento puro, pureza de pensamiento y existencia. Podríamos describir la pureza como el sentido no adulterado de la compleción del hombre como reflejo de Dios, el Alma. No está contaminada por el materialismo, la sensualidad o cualquier elemento mortal. Cuando se la ve como el estado natural e inevitable del hombre creado por Dios, y, por consiguiente, se la abriga en el corazón humano, podemos expresar directa, activa y diariamente la inocencia espiritual.
La vida de Cristo Jesús presenta el modelo más elevado de pureza. Él no tenía pecado. Desde la infancia hasta la crucifixión (y más allá de la cruz), su consciencia, sin pecado, de la perfecta y eterna unidad del hombre con Dios, capacitó al Maestro para consumar su misión sanadora y salvadora. En la resurrección, la pureza espiritual fue esencial para la de Jesús de vida inmortal. Y la conclusión extraordinaria de la obra de su vida en la tierra demostró, sin lugar a duda, la importancia singular de esa pureza para el adelanto de cada uno en la comprensión de Dios. Él ascendió.
A través de todo el ministerio de Jesús, sus enseñanzas y obra sanadora ilustraron la necesidad de la pureza y las bendiciones que ésta trae. Elevó y redimió a los pecadores (ver el ejemplo de Zaqueo y de la mujer sorprendida en adulterio Ver Lucas 19:1–10; Juan 8:3–11.), restituyendo lo que parecía una pérdida del sentido de integridad y de inocencia moral. Sanó casos difíciles donde la enfermedad había puesto su marca de impureza o debilidad (ver los ejemplos de la curación de un leproso, la mujer enferma de un flujo de sangre, y del hombre sanado al lado del estanque de Betesda Ver Mateo 8:1–4; Marcos 5:25–34; Juan 5:2–9.). Mediante esos acontecimientos poderosos, el toque del Cristo, la Verdad, hizo que hombres y mujeres comprendieran la plenitud y bondad verdadera de ellos. Fueron limpiados de falsas creencias, de la ignorancia, del temor y del pecado.
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