A un número cada vez mayor de personas les preocupa el futuro de la humanidad. A algunas les inquieta todo lo concerniente al medio ambiente. ¿Quedarán su tierra, su mar y su atmósfera devastados por la creciente contaminación? Otras piensan sobre el hundimiento del pensamiento humano en los charcos contaminados de inmoralidad. En tanto que muchas otras ven con ojos cautelosos la creciente marea de incertidumbres económicas, hay otras que consideran que la necesidad más urgente de la humanidad es enfrentar la amenaza nuclear y un diluvio de radiación.
Cuando la gente se ve perturbada por acontecimientos que afectan a su mundo, con frecuencia recurre a otra gente en procura de dirección y confianza. Si sentimos la necesidad de consultar a otros sobre asuntos que son así de serios y de urgentes, es prudente que recurramos a aquellos que han vivido unidos a Dios, a aquellos cuyos discernimientos descansan sobre una base más eterna y segura que las opiniones personales o conjeturas humanas.
El Noé bíblico era un hombre así. En muchas maneras sintió la presencia de Dios y obedeció Su dirección. La percepción que tuvo Noé de Dios y de Su mensaje para la humanidad llegó en un momento crucial. Había dificultades monumentales, tantas, de hecho, que la gente, en gran escala estaba inundada de sus creencias de materialismo. La humanidad se perdió virtualmente en el diluvio que siguió. Y la espantosa posibilidad de que esto podría ocurrirnos a nosotros está reverberando en la consciencia humana. ¿Podría ocurrir? ¿Podría la humanidad en nuestro tiempo ser casi aniquilada?
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