A veces parece una lección difícil de aprender. Concienzudamente determinamos nuestras prioridades. Tenemos las mejores intenciones. Realmente deseamos cumplir con nuestras obligaciones. Sin embargo, a menudo, otra cosa se presenta y adquiere precedencia. Algo nos desvía del camino. Las circunstancias y los acontecimientos parecen dictar la dirección de nuestras vidas. Y nos sentimos incómodos, quizás frustrados, insatisfechos con nosotros mismos, decepcionados con lo que estamos haciendo.
La capacidad para dar prioridad a lo que la tiene — y mantenerla en su orden — es ciertamente una cualidad valiosa y deseable en la experiencia humana. Puede servir como principio fundamental para una vida útil y productiva. Pero puede ser aún más que eso. Puede ser un elemento esencial para llevar a cabo la obra de nuestra salvación.
Quizás una de las razones por las que a menudo tenemos dificultad en establecer las prioridades apropiadas y cumplirlas es que no hemos establecido la prioridad más fundamental que precede a todo lo demás en nuestras vidas. Y esta prioridad fundamental es también el elemento esencial en nuestro crecimiento espiritual. La más importante de todas las “prioridades” está sucintamente enunciada en el mandamiento inicial que Dios reveló a Moisés: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. Éx. 20:3.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!