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“Como hijos amados”

Del número de enero de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace poco, un condiscípulo amigo mío, quien durante algunos años vivió en un kibutz (granja colectiva) en Israel, volvió a los Estados Unidos con su hijito. El niño había nacido en Israel y casi no hablaba inglés. En un ambiente desconocido, y entre gente cuya lengua él no comprendía, recurría confiada y frecuentemente a su padre en busca de consuelo y ayuda, llamándolo “Abba”, la palabra hebrea equivalente a nuestras palabras “papacito” y “papá”.

La palabra es familiar, puesto que se usa varias veces en el Nuevo Testamento; por ejemplo, en la declaración de Pablo a los romanos: “No habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” Rom. 8:15. Pero el oír cómo realmente se usa hace más claro su significado. Aun cuando algunas veces se traduce como “padre”, “Abba” es realmente menos formal, una palabra más cariñosa, que expresa la más tierna familiaridad y afecto.

Más importante aún, algunos eruditos del Nuevo Testamento han señalado que “Abba” es la palabra típica que Cristo Jesús característicamente usaba para Dios. Ver Joachim Jeremias, New Testament Theology: The Proclamation of Jesus (New York: Charles Scribner’s Sons, 1971), pág. 65. Jesús hablaba a Dios precisamente en la misma manera familiar y cariñosa que un niño hebreo, antes como ahora, hablaría a su padre en la intimidad del círculo familiar. Esto tuvo que haber sorprendido mucho a sus contemporáneos. No parece haber prácticamente ningún antecedente de que nadie más se hubiera dirigido a Dios de esa manera, en los tiempos de Jesús o anteriormente. No obstante, ¿qué hubiera expresado de manera más natural la tierna intimidad del amor de Jesús para con Dios y su seguridad del amor de Dios para con él? ¿De qué manera más directa podría haber él expresado su sincero sentimiento de total dependencia en Dios? ¿Qué mejor ilustración pudo haber ofrecido de la verdad de sus palabras a sus discípulos cuando dijo: “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”? Mateo 18:3.

Jesús dijo que ese reino — o sea, el reino verdadero de Dios — “se ha acercado”. Proclamó ese reino mediante su prédica, y demostró su presencia mediante sus obras sanadoras. Es evidente que él mismo vivía en el reino de Dios; vivía en términos de la presente realidad espiritual de la totalidad de Dios, de la inseparabilidad de Dios y el hombre, y del dominio y poder que esto confería.

No obstante, lo que hacía que esto fuera posible era lo diametralmente opuesto a la religiosidad acostumbrada y la pomposa devoción pública. Era la espiritualidad totalmente sincera y candorosa que Jesús tenía; la total obediencia y humildad que emanaba de su deseo de ser “como un niño” en su relación con Dios. Mary Baker Eddy, quien descubrió y fundó la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens), escribe: “La divinidad del Cristo se manifestó en la humanidad de Jesús”.Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 25. Del mismo modo, el sentido de filiación que Jesús tenía con Dios, se manifestó en la actitud semejante a la de un niño que él tenía en su relación con Dios. ¿Qué prueba más grande podría haber que la experiencia del Maestro, en la que sólo el pensamiento semejante al de un niño puede reconocer la presencia de Dios y el hecho supremamente consolador de que cada uno de nosotros le pertenecemos realmente a El y estamos incluidos en Su reino?

Por tanto, era muy normal que Jesús estimulara en sus discípulos esa receptividad, semejante a la de un niño, en los términos más categóricos, haciéndola una condición indispensable para entrar en el reino. De hecho, el Evangelio según San Marcos nos dice que en cierta ocasión Jesús estaba indignado cuando los discípulos trataron de alejar a los niños de él. Los amonestó con las palabras: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios”. Marcos 10:14.

Ningún cristiano y ningún Científico Cristiano pretenderían ser igual al Maestro. Pero, ¿cómo podemos siquiera empezar a ser un discípulo sin obedecer esa instancia de Jesús de volverse “como un niño”?

Esta actitud semejante a la de un niño, entonces, no era solamente un lujo, ni una cualidad amable para agregar a una lista de virtudes deseables. Si sólo hubiera sido eso, Jesús no hubiera insistido en ella tan definitivamente, no la hubiera expresado tan radicalmente, ni reprendido de manera tan fuerte a su opuesto: la pretensión e hipocresía farisaica. No, era sumamente necesaria y esencial, entonces como ahora, para la disciplina espiritual que entra en la formación de un discípulo cristiano. Lo que esta disciplina exige está en términos aún más claros en la traducción que ha hecho J. B. Philips del Nuevo Testamento, donde las palabras del Maestro “Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” son traducidas: “Si no cambiáis toda vuestra perspectiva y os hacéis como niños.. .”

Que cambiemos toda nuestra perspectiva es pedir mucho. Pero el claro reconocimiento de la realidad espiritual que tenemos justo a mano no puede coexistir con toda la enredada telaraña de percepciones equivocadas que están edificadas sobre la suposición errónea de que hay vida separada de Dios. ¿Cómo puede el ánimo material — con la limitada percepción humana que engendra, la cual los cristianos concuerdan que está basada sobre la pecaminosa ceguera en cuanto a Dios — ser adecuado para contemplar la plenitud de Su creación?

La respuesta es que no puede. El pensamiento humano tiene que ceder al Cristo, el poder activo de la Verdad, Dios, que nos muestra la realidad tal como es, y que produce en nosotros la actitud semejante a la de un niño — aquellos dulces comienzos que expresan la verdadera naturaleza espiritual masculina y femenina — que acepta a esta realidad. Por tanto las palabras de la Sra. Eddy en Ciencia y Salud: “El estar dispuesto a llegar a ser como un niño y dejar la viejo por lo nuevo, dispone al pensamiento para recibir la idea avanzada. Alegría de abandonar las falsas señales del camino y regocijo al verlas desaparecer es la disposición que ayuda a acelerar la armonía final”.Ciencia y Salud, págs. 323-324.

Esas “falsas señales del camino” incluyen todos los viejos puntos de referencia por los cuales hemos definido nuestro concepto de identidad y de existencia antes de que empecemos a percibir y aceptar la totalidad y bondad de Dios “como un niño”. Es posible que necesitemos muchos momentos de percepción de la absoluta bondad de Dios, muchos momentos de aceptación como la de un niño. Si estamos dispuestos a avanzar en cada uno de esos momentos, al aceptar las exigencias que ellos entrañan, éstos se vuelven nuevos puntos de partida. Vemos que muchas cosas que ignorantemente habíamos asociado con nosotros mismos — viejas tendencias habituales y condescendencias perniciosas, ansiedades y temores persistentes, y tal llamadas predisposiciones y deficiencias físicas — jamás fueron parte, en realidad, de nosotros o de nuestro ser verdadero. Vemos que sólo se empecinaron, porque estábamos dispuestos a creer que existe algo aparte de Dios que gobierna y es verdadero.

Ninguna lucha intelectual o aseveración metafísica dentro de la estructura de esa creencia pueden destruirla. Lo que realmente la traspasa es nuestro deseo de decir, en cualquier forma en que desee expresarse nuestro corazón: “Sí, Dios, Tú eres bueno y Tú eres Todo”.

Cuando se reconoce esto, una renovación increíble — un bien que ni siquiera pudimos anticipar sobre la vieja base de pensamiento — viene a nuestra experiencia. ¿Qué puede impedirnos llevarlo a cabo? La Sra. Eddy determina esto con precisión al escribir: “.. . la Verdad es real, y el error es irreal. Esa última declaración contiene el punto que más os resistiréis a admitir, aunque en primera y última instancia es el que más importa comprender”.Ibid., pág. 466.

Reconozcamos que somos reacios a admitir esto. Si no lo fuéramos, no estaríamos llevando a cuestas tanto peso mental y prestando tanta atención a los falsos y complicados argumentos que quisieran afianzar la creencia en la legitimidad de la mortalidad. ¿Qué es lo que puede penetrar esas pretensiones, excepto el poseer aquella espiritualidad candorosa, admitir profundamente la totalidad de Dios, y progresar sobre esta nueva base?

Cuando llegamos a este punto, empezamos a ver en parte la renovación de vida que Jesús reveló a sus discípulos. Entre los dones más grandes que él les dio, estaba el conocimiento inapreciable de que ellos mismos podían decir “Abba”. Los Evangelios no nos dicen que él enseñó esto a las multitudes, sino sólo a aquellos que estaban dispuestos a seguirlo. Enseñó a sus discípulos, al comienzo mismo de la oración del Padre Nuestro, a que hablaran a Dios íntima y tiernamente como a su propio Padre y creador.

No sólo esto, San Juan nos dice que, en la noche antes de su crucifixión, Jesús oró no sólo por sus discípulos, sino por los discípulos futuros “que han de creer en mí por la palabra de ellos”, pidiendo “que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros”. Juan 17:20, 21. Al escribir a los gálatas, San Pablo habla del cumplimiento de esta promesa en palabras que recuerdan las enseñanzas de Jesús: “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” Gál. 4:6.

Esta filiación con Dios, la cual sentimos más profundamente mediante la obediencia y confianza semejantes a las de un niño, es el don supremo de Dios para el hombre, un don de amor sustentado por el Amor que es Dios. No es un don personalmente conferido a esta o a aquella persona y negado a otros, sino que es nuestro estado verdadero como el hombre de Dios. Esta identidad auténtica de cada uno de nosotros, derivada de Dios, es mucho más fundamental y permanente que la manera limitada en la cual aparecemos humanamente los unos a los otros.

Como la Sra. Eddy explica, la filiación del hombre con Dios “es su relación espiritual con la Deidad: no es, entonces, un don personal, sino el orden de la Ciencia divina”.Escritos Misceláneos, pág. 181. Su descubrimiento de esta Ciencia, la cual revela la filiación espiritual permanente del hombre con el único Dios, marcó una nueva era para el cristianismo y una comprensión mucho más amplia de la misión de Jesús. Mas para comprender el significado de este descubrimiento, y realizar sus frutos en la curación, se requiere tener la misma sencillez y actitud semejante a la de un niño tan radicales como las que Jesús exigió que tuvieran sus discípulos.

Entrar en el reino de Dios y reconocer la realidad espiritual justo a mano es decir “sí”, confiada y gozosamente, a una manera totalmente nueva de experimentar la vida. Un punto de vista material de la existencia, ignorante y que se engaña a sí mismo, no es y nunca ha sido apto “para recibir la idea avanzada” de la realidad espiritual, la suprema presencia de Dios en medio mismo de nosotros. Este punto de vista material argumenta prolíficamente a su favor. No obstante, con lo que no puede argumentar es con la actitud candorosa que recurre directamente a Dios y siente Su realidad tan profundamente que sencillamente sabe que ninguna interpretación del ser sino la espiritual puede de manera alguna ser verdadera.

¿Qué bien más grande puede haber que obedecer la advertencia de San Pablo: “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados” Efes. 5:1. y entrar así en el reino de Dios?

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