Hace algunos veranos, en una calurosa y muy húmeda tarde de julio, regresé a casa del trabajo y de comprar comestibles. Después de cambiarme rápidamente a unas vestimentas más frescas y cómodas, llevé los comestibles congelados a la planta baja, a nuestro congelador grande que está en el garaje. Yo desconocía que había un mal funcionamiento eléctrico en el congelador, y cuando traté de abrir la puerta, una carga eléctrica me estremeció todo el cuerpo. Los pies descalzos se quedaron pegados al húmedo piso de concreto; la mano que quedó sujeta a la agarradera de la puerta del congelador, no la podía soltar. Los alimentos volaron de la mano izquierda, y permanecí pegada al piso, con la electricidad fluyendo por las extremidades mientras permanecía parada entre el congelador y nuestro auto, con la parte de atrás de las piernas contra el parachoques.
Pude gritar pidiendo auxilio, pero mi esposo estaba en la planta alta, en otra parte de la casa. Reconociendo lo extremo de mi situación, que parecía fuera de control humano, me di cuenta de que tenía necesidad inmediata de dirigir mi pensamiento a la única fuente verdadera de poder y control: Dios.
Los siguientes fueron algunos de los pensamientos que tuve a medida que hacía eso, primero en desesperación, y luego con una completa confianza en que nuestro Padre respondería a mi necesidad. Oré en voz alta, afirmando que no hay otro poder sino el poder de Dios. Yo también sabía que El no permite accidentes. “En el [Dios] vivimos, y nos movemos y somos” (Hechos 17:28).
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!