A principios de 1977, mi esposa tenía severos problemas con su presión arterial, y se enfermaba con mucha frecuencia. Un médico, amigo de nosotros, la examinó y concluyó que ella no viviría mucho tiempo. Entonces me dijo que la llevara para la casa, y así lo hice. Para entonces, yo había perdido la fe en la medicina y en la brujería tribal; y realmente nunca había tenido ninguna fe en Dios. La muerte de mi esposa parecía inminente.
Más tarde, ese mismo día, encontré dos ejemplares de El Heraldo de la Ciencia Cristiana (edición francesa), en la mesa de noche de mi señora. Esas publicaciones fueron dejadas por una mujer que era la única Científica Cristiana en Camerún en esa época. El título de esas revistas atrajo mi atención. Me las llevé para la habitación contigüa para leerlas sólo por curiosidad, y también para mofarme de esta religión. Pero después de leer por dos horas todos los artículos en uno de los ejemplares del Heraldo, descubrí al Dios verdadero. El no era como el Dios acerca del que me habían hablado: un Dios que mata; que comete errores; que exige misericordia, pero que El mismo siempre obtiene venganza; que ha creado el infierno y el cielo; y que no es imparcial y ciertamente no es bueno. (¡Yo había creído que el quería matar a mi esposa!) En una palabra, mi Dios había sido un dios de paradojas y contradicciones.
Pero leyendo este Heraldo, descubrí al verdadero Dios: el creador único, la única causa, el único poseedor y proveedor de todo bien para el hombre, quien es Su imagen; el único y total originador espiritual, absoluto en amor, gracia y misericordia; perfecto, bueno, inmortal.
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