La noche antes de salir de mi hogar para trabajar en el Ministerio de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos, abrí la Biblia en estos versículos “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?... Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra”.
Estas palabras del Salmo ciento treinta y nueve (versículos 7, 9 y 10), permanecieron como un faro, como una fuerte certeza de la siempre presencia de Dios, a lo largo de una extensa y recompensadora carrera. La carrera misma, con sus frecuentes cambios de escenario y acción, y sus diversos nombramientos para servir en las capitales de diferentes partes del mundo, se convirtió — gracias a la Ciencia Cristiana — en una odisea espiritual que me guió de la superficialidad placentera de ser una empleada del Ministerio de Relaciones Exteriores quien era al mismo tiempo Científica Cristiana, hacia el difícil pero más recompensador terreno de ser una Científica Cristiana quien al mismo tiempo trabajaba para el Ministerio de Relaciones Exteriores. Y en proporción directa a la prioridad que di a la Ciencia Cristiana en mi vida, hubo progreso en cada aspecto de mi carrera.
En todos los países en los que serví, menos en dos, había o bien una filial de la Iglesia de Cristo, Científico, o una Sociedad de la Ciencia Cristiana. Al afiliarme a una u otra al principio de cada nombramiento, pude dejar establecido un inmediato sentido de hogar. El ser miembro también me ayudó a obtener una percepción espiritual del país mismo — percepción que grandemente aumentó tanto mi comprensión del país en que servía como mi amor por él. (Estoy profundamente agradecida a aquellas iglesias y sociedades de la Ciencia Cristiana que celebran servicios religiosos no sólo en inglés, sino en el idioma nativo. Sé, por experiencia, la enorme dedicación y el esfuerzo que esto implica. También sé la recompensa espiritual que esto proporciona.)
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