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Búsqueda y hallazgo en las Escrituras

Del número de septiembre de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En esos días de verano en que hace mucho calor, ¿quién no disfruta ante la perspectiva de una refrescante zambullida en una piscina, en un lago o en el océano? El agua fresca puede transformar un día caluroso y pesado en una jornada de verdadero deleite.

Pero, ¿han notado alguna vez algo gracioso que nos ocurre a casi todos? Aunque sabemos que el agua tendrá un efecto vigorizante en nosotros, vacilamos antes de entrar en ella. El contraste entre el calor del día y lo fresco del agua es tan grande que, antes de decidirnos, lo pensamos dos veces. ¿Será muy fuerte el impacto? Es como si el agua, a la que acudimos para aliviar el calor, nos rechazara. Pero al sentir la intensidad del calor en nuestra cara y hombros, finalmente nos zambullimos y... ¡aaah! El día se transforma. Nos sentimos instantáneamente reanimados y rejuvenecidos. Es claro que el agua en ningún momento nos impidió zambullirnos. Lo que nos retuvo fue nuestro propio temor y resistencia.

Aunque suene raro, hace poco me sorprendí al ver la similitud entre esta experiencia y la de leer la Biblia. La Biblia, como la fresca zambullida durante el calor del día, promete ser vigorizante. Acudimos a ella porque sabemos cómo ha transformado la experiencia de otros. De hecho, quizás nosotros mismos hayamos encontrado muchas veces un sentido de renovación en el poderoso mensaje de la Biblia. Sin embargo, hay momentos en que parece como si algo tratara de retenernos para que no la estudiáramos; para que no veamos el cumplimiento de su promesa.

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