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Gracias a una querida amiga, nuestra familia conoció la Ciencia Cristiana...

Del número de septiembre de 1986 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Gracias a una querida amiga, nuestra familia conoció la Ciencia Cristiana cuando yo tenía cerca de trece años de edad. En aquel momento tenía una gran necesidad de sanarme. Me habían hecho extensos exámenes para la alergia, y los resultados indicaban que era alérgica a la mayoría de los alimentos básicos. Si comía cualquiera de los alimentos que causaban problemas, me venía una jaqueca. Se consideró que era necesario que tomara un medicamento que el médico recetó, y que se esperaba que me calmaría. Era común que faltara a la escuela debido a ese problema. A consecuencia de esto, el temor a enfermarme absorbía mi pensamiento, y ese temor afectaba casi todas mis actividades.

A esa altura, la Ciencia Cristiana comenzó a ser parte de mi vida. Mi madre me inscribió en una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, y siempre estaré agradecida por la intuición espiritual de mi maestra. Ella respondió inmediatamente a mi necesidad de ayuda, refiriéndome directamente a las Escrituras para que obtuviera una respuesta. El segundo domingo que asistí, me pidió que leyera en clase estas palabras de Cristo Jesús (Mateo 6:25): “No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?”

Fue como si Jesús me estuviera hablando directamente, y acepté la verdad de lo que él dijo y el hecho de que era verdad para mí en aquel mismo momento. Ese domingo tuve una curación instantánea, y recuerdo haber dicho a mi madre cuando salíamos de la iglesia que me sentía pura dentro de mí. Verdaderamente se había efectuado una purificación espiritual, y de ahí en adelante, raramente perdí un día de clases por enfermedad. Puedo decir gozosamente que, hasta la fecha, no he sufrido efectos nocivos a causa de la ingestión de comida alguna.

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