Con infinita gratitud y gozo por haber sido guiado a conocer la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens), ofrezco este testimonio como una prueba de los frutos que resultan del estudio y de la práctica de esta enseñanza. Las evidencias del poder de Dios, al solucionar los problemas que hemos tenido mi esposa, nuestras hijas y yo a lo largo de muchos años, son numerosas. Las experiencias que incluyo en este testimonio ilustran, en cierta medida, la manera en que la práctica de la Ciencia Cristiana transforma la vida humana. El relato que sigue, corresponde a una curación que ocurrió al aceptar yo el llamado que hizo La Iglesia Madre a los Científicos Cristianos de todo el mundo en diciembre de 1984: “Vivir para toda la humanidad”.
Desde hacía dos meses, me encontraba con una dificultad física que se manifestaba en una inflamación en las piernas y los pies. Me producía una gran molestia, y tenía constante fiebre; apenas me podía calzar los zapatos, y caminaba con dificultad. Durante todo este tiempo, una amiga Científica Cristiana me ayudaba devotamente por medio de la oración. En determinado momento, cuando el estado pareció empeorar, recibí la invitación de La Iglesia Madre para concurrir a la videoconferencia mundial del 8 de diciembre de 1984.
Me sentí motivado por este llamado imperativo. A la mañana siguiente, como lo hago habitualmente, me levanté muy temprano para estudiar la Lección Bíblica de la semana (indicada en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana), antes de ir a trabajar. Volví a leer detenidamente la invitación y oré sinceramente a Dios, preguntando: “¿Qué puedo yo ofrecerle a la humanidad, Dios mío?” Sentí profundamente que si hasta ese momento la curación no se evidenciaba, era necesario lograrla, no para satisfacer al sentido personal, sino como prueba ante el mundo de la omnipotencia y omnipresencia de Dios.
Me sentí despojado de todo egotismo; un gran deseo de compartir con los demás el gozo de la curación espiritual, me envolvió por completo. Sentí que el amor de Dios estaba presente en ese mismo momento, envolviendo a todo el universo. Algunos minutos más tarde, cuando comenzaba a estudiar la Lección Bíblica, toqué inadvertidamente las piernas. Con gran gozo me di cuenta de que éstas (y los pies) estaban en perfecto estado, en su forma y tamaño natural. La curación se efectuó instantáneamente, y demostró ser completa y permanente.
Hace algunos años, la empresa en la que trabajo, a raíz de un cambio en la política gubernamental de nuestro país, se vio afectada juntamente con otras empresas del mismo ramo. Una disposición las privaba casi totalmente de su actividad comercial. A consecuencia de ello, durante tres años, el salario del personal de nuestra empresa se vio seriamente disminuido. Se sumó a ello, un alarmante incremento en la inflación. Casi al finalizar el tercer año de este problema, el sueldo que percibía apenas alcanzaba para cubrir las necesidades mínimas de mi familia. Fue así que le pedí a un practicista de la Ciencia Cristiana que me ayudara por medio de la oración.
Cuando hablé con el practicista sobre este problema, me recomendó que estudiara el Himno N.° 46 del Himnario de la Ciencia Cristiana. Me llamó especialmente la atención el comienzo de este himno: “Diariamente se calmó de los hombres el afán con maná que Dios envió”. Consecuentemente, me puse a estudiar el pasaje del libro del Exodo que relata cómo el pueblo de Israel fue alimentado en el desierto por el maná (ver Exodo 16:1–31). Luego encontré en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, bajo el título marginal “Provisión celestial”, el siguiente pasaje que se refiere a los discípulos de Jesús (pág. 33): “Sus seguidores, tristes y silenciosos, presintiendo la hora en que se le haría traición a su Maestro, participaron del maná celestial que antaño había alimentado en el desierto a los perseguidos partidarios de la Verdad. Su pan realmente descendió del cielo. Era la gran verdad del ser espiritual, que sanaba a los enfermos y echaba fuera al error”. En ese mismo instante, mi pensamiento se iluminó. Comprendí que el maná que debía buscar y aceptar era la gran verdad del ser espiritual, expresado y mantenido por Dios eternamente. Con esta comprensión, llegó una dulce calma. La esperanza y la fe reemplazaron a la incertidumbre y la angustia.
Después de haber meditado sobre estos pasajes durante algún tiempo, un día me llamaron de la gerencia administrativa y me comunicaron que la empresa había decidido recompensar al personal con una gratificación especial. En mi caso, esta gratificación llegó a un monto ocho veces superior al sueldo que percibía en ese entonces. Una vez más pude comprobar que lo que bendice a uno, bendice a todos, ya que esta gratificación fue extensiva a todo el personal de la empresa.
Tres meses después, al efectuarse un cambio de gobierno, todo volvió a la normalidad, y el salario de todos los empleados se estabilizó, pero a un nivel más elevado que antes. La empresa ha gozado de un franco progreso desde entonces. Aún en la actualidad, a pesar de que la inflación ha tomado proporciones desmesuradas, los negocios son brillantes y, naturalmente, todos nos vemos beneficiados con ello.
Tiempo después, la empresa decidió efectuar una importante reestructuración administrativa. Entre los proyectos que figuraban en primer lugar, estaba el de crear un moderno centro de computadoras. Yo contaba con algunos conocimientos en la materia, y se me dio la oportunidad de ampliarlos y perfeccionarlos. Para ello, debía realizar, junto con otras catorce personas de la empresa, un curso que duraría varios meses.
Para mí, esto fue un verdadero desafío. Había llegado a los cuarenta años, y tuve que enfrentar la creencia generalmente aceptada de que esta materia (computadoras) estaba reservada sólo para jóvenes con inteligencia privilegiada. Aparentemente, yo estaba en franca desventaja con respecto a mis compañeros de curso, pues la mayoría era gente joven que estaba estudiando en la universidad. De manera que pedí a una practicista que me ayudara por medio de la oración durante todo el tiempo que durara el curso.
La tarea de hacer todo lo que tenía que hacer presentó un desafío. Por la mañana, debía trabajar en mi oficina; por la tarde, concurría al curso; y por la noche, estudiaba para el día siguiente. Además, me tenía que preparar para atender mi trabajo como Segundo Lector en los cultos religiosos de los domingos en mi iglesia, una filial de la Iglesia de Cristo, Científico. Inmediatamente se presentó la sugestión de que no me alcanzaba el tiempo para estudiar la Lección-Sermón como lo hacía diariamente, y que, por lo tanto, no podría cumplir con mi trabajo como Lector. Tuve que decidir en ese momento qué era lo primordial para mí. Por supuesto, como estudiante de la Ciencia Cristiana, no podía dudar un solo instante: no iba a dejar que nada me quitara el tiempo que diariamente dedicaba al estudio y la oración. Sabía por experiencia que si buscaba “primeramente el reino de Dios y su justicia”, como dijo Cristo Jesús, las demás cosas me serían “añadidas” (Mateo 6:33).
La culminación de esta experiencia se presentó cuando tuve que rendir un examen muy difícil. Los temas eran extensos y muy complicados. Había estudiado mucho durante largas horas. La noche anterior al examen, pensé hacer un resumen de todo lo que había estudiado, pero no pude recordar una sola palabra de nada. Todo intento de recordar algo fue en vano. Fue como si todo se hubiera borrado de mi memoria. La angustia y la desesperación me invadieron por unos momentos. Pensé en llamar a la practicista. Pero recapacité sobre mi situación, y decidí orar más por mí mismo.
Oré sinceramente a Dios, pues sabía que mi verdadera necesidad era obtener mayor iluminación e inspiración. Afirmé que la Mente es Dios. También reconocí con convicción que la verdadera memoria está incluida en la Mente, no en un cerebro material, y que la Mente incluye todo conocimiento; por lo tanto, nada podía borrar lo que la Mente conoce. Sabía que había dedicado suficiente tiempo a estudiar para el examen y que había comprendido los temas. De manera que me sentí confiado en que, en el momento en que necesitara las respuestas, la Mente divina me las proporcionaría. Al comprender esto, rechacé firmemente la tentación de tratar de recordar algo más sobre el asunto hasta que tomara el examen. Al día siguiente, cuando tomé el examen, las respuestas fluyeron naturalmente. Escribí durante dos horas y media.
Al final, cuando nos dieron los resultados, la instructora me pidió muy amablemente que me retirara un momento del aula. Pensé, entonces, que no había aprobado el examen. Mientras esperaba, sin embargo, se me acercó otro instructor, y exclamó: “¡Lo felicito; su examen ha sido brillante; fue el único que aprobó!” Poco tiempo después, terminé el curso con una excelente calificación.
En la actualidad, tengo una buena posición. Además, trabajo en armonía, seguridad y en franco compañerismo. Estoy profundamente agradecido a Dios por nuestro amado Maestro, Cristo Jesús, quien prometió que nuestro Padre enviaría “otro Consolador”, y a la Sra. Eddy, quien recibió la revelación de este Consolador, la Ciencia divina.
Buenos Aires, Argentina
