Escenario: Un agente de policía uniformado viene a la puerta de su domicilio. Dice que tiene órdenes para arrestarlo en relación con un crimen cometido en su vecindario la noche anterior. Los vecinos creen que lo vieron a usted huir del edificio. El agente de policía indica que es posible que lo acusen de asalto armado.
“Esto es absurdo”, le dice usted. “Soy inocente y puedo probarlo”. Usted tiene testigos en quienes puede confiar para probar dónde estuvo la noche anterior, una prueba indiscutible de que no ha infringido la ley, que no ha cometido ningún delito. No tiene usted la menor duda de que esto sencillamente es una equivocación, y que la verdad, la ley y toda evidencia están de su lado. Pronto se comprueba que esto es la verdad y, en consecuencia, usted es puesto en libertad y exento de toda sospecha y acusación.
Tratando de imaginarse a sí mismo en tal circunstancia, ilustraría un punto obvio. Usted no soportaría una acusación falsa. En vez de quedarse sentado sin hacer nada o entristecerse, se levantaría y daría pasos enérgicos para probar su inocencia. Cualquier persona inocente daría pasos sabios y enérgicos para proteger su libertad personal de esa manera.
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