Desde niño fui un protestante leal. A los diecisiete años, comencé a ocupar cargos importantes en mi iglesia y, a menudo, formaba parte de grupos de estudio de la Biblia, tanto dentro como fuera de mi país. Más tarde, cuando ingresé en las fuerzas armadas, tuve oportunidad de servir en una de las grandes parroquias de la capital. Pero, durante este período, me enfermé de una seria dolencia de estómago, que persistió durante los siguientes cinco años. Consulté a varios médicos, militares y civiles, sin resultado alguno, hasta que comencé a sentir cada vez más que era un mortal, que simplemente estaba esperando su fin.
A través de mis actividades religiosas creía que Dios sana, protege, salva y, por encima de todo, que El nos ama mucho; yo estaba especialmente interesado en las obras de Cristo Jesús y los profetas. Pero comencé a preguntarme por qué — a pesar de todos mis esfuerzos y mi lealtad, y de abstenerme de los placeres materiales — Dios no me estaba ayudando. Mi familia comenzó a preocuparse y me aconsejó que tratara los curanderos de la zona. Así lo hice, pero sin resultados. En realidad, sufrí más. Pronto me sentí cansado y desalentado.
Para esa época, mi cuñado sanó de las consecuencias de un accidente automovilístico por medio de la oración en la Ciencia Cristiana.
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