¿Ha visto alguna vez volar los pétalos de un diente de león, y sentir el deseo de haberlos cortado a tiempo, antes de que se esparcieran por el jardín? ¿Ha visto alguna vez que los pensamientos indeseables tienden a esparcirse y causar problemas, a menos que se los detengan? ¿Es posible aprender a distinguir mejor entre los pensamientos que queremos aceptar y los que se deberían barrer como si fueran polen?
Un hombre aprendió, en cierta medida, la importancia que tiene vigilar qué clase de pensamientos debía aceptar cuando, un día, vio que no tenía deseos de comer ni beber durante el almuerzo. Sentía escalofríos, y le dolía la cabeza. Cuando llegó a su casa al atardecer, lo único que quería hacer era acostarse y dormir.
Su esposa llamó a una practicista de la Ciencia Cristiana y le pidió que le diera tratamiento por medio de la oración. La practicista le pidió que dijera a su esposo que no tenía que aceptar ninguna semilla mental de que había una enfermedad contagiosa “volando” por alrededor. Le dio a la esposa la siguiente cita de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy: “Los pensamientos y propósitos malos no tienen más alcance ni hacen más daño, de lo que la creencia de uno permita. Los malos pensamientos, las concupiscencias y los propósitos malévolos no pueden ir, cual polen errante, de una mente humana a otra, encontrando alojamiento insospechado, si la virtud y la verdad construyen una fuerte defensa”. Ciencia y Salud, págs. 234–235.
El hombre pronto se quedó dormido y despertó a la mañana siguiente lo suficientemente bien como para trabajar todo el día. Por la tarde, toda evidencia de la enfermedad había desaparecido. Puesto que se considera que el tiempo necesario para que el problema siga su curso es mucho más largo, ¿cómo ocurrió esto? El había rehusado creer que era impotente para rechazar el pensamiento de contagio, y, por medio de la oración, había encontrado fuerzas para efectuar ese rechazo.
¿Por qué tiene tanta importancia lo que pensamos? Porque está relacionado muy íntimamente con nuestro bienestar. ¿Aceptamos que todos los pensamientos se originan en el cerebro, y que simplemente debemos dejar que sigan su curso sin examinarlos? O, ¿acaso creemos, y comenzamos a comprender, que, en verdad, hay sólo una fuente de pensamiento, que es totalmente buena — la única Mente divina, o Dios — y que el hombre refleja a esta Mente?
Contrariamente a las apariencias, el hombre, en realidad, no es un mortal con una mente material y personal separada de Dios. La verdadera naturaleza de cada uno de nosotros es la imagen espiritual del único Dios infinito, del único creador genuino. Siempre podemos, por medio de la oración recurrir a la sabiduría divina a fin de detener los pensamientos que no son saludables.
¿De dónde provienen los pensamientos dañinos? De la supuesta mente que se opone a la Mente única, de la mente mortal o mente “carnal”, según el término usado por Pablo. Pero sólo Dios es la única Mente verdadera y una defensa segura contra el mal.
El aceptar un concepto materialista de la vida, que incluye elementos malos y buenos, debilidad y fortaleza, invita a someterse a pensamientos y temores dañinos basados en la materia, que hacen que la enfermedad, por medio de la infección y el contagio, siga un curso determinado.
Este no fue el punto de partida que enseñó Cristo Jesús. El demostró que poseemos el dominio otorgado por Dios sobre las condiciones materiales. Por ejemplo, habló con los leprosos y hasta los tocó, no sólo evitando ser contaminado, sino anulando la enfermedad. La Biblia relata tal curación: “Y he aquí vino un leproso y se postró ante él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció”. Mateo 8:2, 3.
El rechazar, sobre la base de la totalidad de la Mente divina, los pensamientos que producen las enfermedades, no es una forma de escapismo o de tener pensamientos dorados. Tampoco es una forma egoísta de considerar sólo nuestra situación. Más bien, es una posición sanadora que detiene al pensamiento cargado de enfermedad y destruye su asidero, beneficiándonos tanto a nosotros como a los demás.