La mayoría de nosotros estamos familiarizados con la parábola de Cristo Jesús acerca del hombre que cayó en manos de ladrones y fue robado, herido y abandonado, dejándole por muerto. Leemos que fue ignorado por un sacerdote y por un levita, que pasaron de largo, pero que “un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia”. El samaritano vendó sus heridas, lo llevó al mesón y cuidó de él. Después de relatarle esta parábola al que le preguntó, Jesús le ordenó lo siguiente: “Vé, y haz tú lo mismo”. Lucas 10:33, 37. ¿Cuál es la mejor forma de obedecer este mandato?
Todos los días, vemos y oímos a nuestro alrededor acerca de las aflicciones de nuestros amigos y de nuestro prójimo. Algunos de ellos han caído entre los ladrones de la enfermedad, la desdicha o el pecado. ¿Hemos tenido compasión de ellos; hemos sentido un afecto puro que proviene de Dios y nos eleva, y que nos muestra cómo verter el aceite de la oración en sus heridas y cómo traerlos al mesón, a la atmósfera de la verdad y el amor espiritual para que sean sanados? O, al igual que el sacerdote y el levita, ¿acaso, hemos pasado de largo, tal vez, porque no pidieron ayuda? La parábola tampoco indica que el hombre herido hubiera pedido ayuda. Sin embargo, este sabio, bondadoso y buen samaritano se la brindó. Se dio cuenta del sufrimiento y deseó ponerle fin, y sabía que poseía todo lo necesario para terminar con ese sufrimiento. Quizás deseemos ver que alguna persona deje de sufrir, pero tenemos temor de ofrecerle ayuda.
El libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, nos revela el significado de la Biblia. Explica la manera de seguir el mandato de Jesús: “Vé, y haz tú lo mismo”. Su autora, la Sra. Eddy, escribe en la página 570: “Millones de mentes sin prejuicios — sencillos buscadores de la Verdad, fatigados peregrinos, sedientos en el desierto — esperan con anhelo descanso y refrigerio. Dadles un vaso de agua fría en nombre de Cristo y jamás temáis las consecuencias”.
Podemos ofrecer este vaso de agua fría cuando nos sentimos guiados a hacerlo, y no debemos temer las consecuencias. Esto no significa, desde luego, que debamos invadir mentalmente y sin derecho a nuestro prójimo, imponer nuestros puntos de vista o inmiscuirnos en sus asuntos. Simplemente, tenemos que ofrecerle, de acuerdo con la guía y dirección de Dios, “un vaso de agua fría en nombre de Cristo”. Es suya la decisión de beberla, y se sentirá en libertad de hacerlo si, mediante la oración, hemos escuchado la guía divina, sin temer consecuencia alguna por haber sido obedientes.
Nuestro libro de texto, Ciencia y Salud, es la bebida más preciosa que podemos ofrecer, que brinda a nuestro prójimo, como a nosotros mismos, la exposición completa de la verdad sanadora. O, también, podríamos ofrecer un Heraldo, cuyos artículos y testimonios tratan específicamente la curación de las enfermedades actuales. Cuando ofrecemos este vaso, es importante recordar que el mal no puede silenciar u obstruir a la idea-Cristo.
Recientemente, un miembro de la familia me informó que la hija de siete años de una querida amiga había sido hospitalizada, habiendo estado inconsciente durante nueve días y medio después de haber sido pateada en la cabeza por un caballo. Esta amiga no era Científica Cristiana, y yo sabía que no podía dar un tratamiento según la Ciencia Cristiana sin que me lo solicitaran. Pero también sabía que siempre tenemos la responsabilidad de orar cuando nos enfrentamos con el sufrimiento humano. Así que oré, reconociendo la identidad espiritual y verdadera del hombre, por siempre íntegra e intacta.
Asimismo, reconocí que Dios estaba con mi amiga y con su hija, y me sentí agradecida por esta frase en la “Oración Diaria”, en el Manual de La Iglesia Madre por la Sra. Eddy: “... ¡y que Tu Palabra fecunde los afectos de toda la humanidad, y la gobierne!” Man., Art. VIII, Sec. 4. Sabía que mi amiga amaba a Dios y a la Biblia, la Palabra de Dios. Me sentía también agradecida de saber que la Palabra de Dios, comprendida espiritualmente, gobierna al llamado reino físico. Recordé, entonces, cómo Jesús había resucitado a una niña de doce años, Ver Marcos 5:22–24, 35–43. y me sentí agradecida de saber que el Cristo está siempre presente en todas las épocas. Recordé el relato bíblico del hombre ciego de nacimiento, y, también, la pregunta de los discípulos: “¿Quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?”, y la respuesta de Jesús: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”. Juan 9:2, 3.
Dejé de sentir temor por la situación, porque comprendí que no existía ninguna causa verdadera por la que sentir temor. Confié en que las obras de Dios se harían evidentes.
Anhelaba compartir la verdad con esta amiga, y me preguntaba, ¿de qué manera? A medida que oraba a nuestro Padre-Madre Dios, las palabras previamente citadas de Ciencia y Salud: “Millones de mentes sin prejuicio. ..”, vinieron a mi mente, y sentí que tenía que ofrecerle Ciencia y Salud a mi amiga. Llevé conmigo dos ejemplares de Ciencia y Salud al hospital, y, cuando llegué, ella y su hermana estaban con la niña. Di a cada una un ejemplar del libro, sugiriéndoles que leyeran los capítulos “La Oración” y “Los Frutos de la Ciencia Cristiana”, y que, luego, leyeran todo el libro. Mi amiga me agradeció y dijo que necesitaban algo así, algo que les explicara cómo orar.
Más tarde, en mi casa, me sentí tentada a preocuparme por lo que estaba sucediendo. Pero, me recordé a mí misma que, obedientemente, había ofrecido un vaso de agua fría y que no tenía que temer las consecuencias. El resto era la obra de Dios, y, ciertamente, podía depender de El.
Transcurrieron varios días antes de que hablara nuevamente con esta amiga. Cuando lo hice, supe que ella y su hija habían regresado a su casa dos días después de haber recibido Ciencia y Salud. Mi amiga me comentó, lo siguiente: “Los médicos dijeron que debe de haber sido un milagro”. De acuerdo con los exámenes médicos, la niña tenía todos los síntomas que indicaban que iba a morir el día en que la visité. Anteriormente, los médicos habían pronosticado que si vivía, iba a permanecer en coma durante ocho o nueve meses y que, luego, probablemente quedaría paralítica, retardada, o ambas. Sin embargo, allí estaba ella, riendo y hablando normalmente, con total libertad de movimientos. Demasiado activa para estar en el hospital, dijo el médico. “No es nada misterioso”, me comentó mi amiga; “la oración la sanó. Dios puede hacerlo todo”.
Esta experiencia me hizo comprender cuán importante es seguir el mandato de Jesús — de hacer lo que hizo el buen samaritano — y, no sólo en momentos de gran necesidad, sino también en situaciones menos importantes. ¿De qué otra manera puede nuestro prójimo librarse de sus aflicciones?