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Hace dos veranos, se me desarrolló en la cara una fea enfermedad...

Del número de junio de 1987 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace dos veranos, se me desarrolló en la cara una fea enfermedad de la piel que gradualmente apareció en diferentes partes del cuerpo. A veces, el problema se hacía molesto en extremo, pero mi mayor preocupación era que, en ese entonces, estaba sirviendo como Primera Lectora en mi iglesia filial. Como tal, tenía que conducir todas las semanas dos cultos religiosos dominicales y una reunión de testimonios de los miércoles, bajo un fuerte foco de luz. No quería que mi apariencia distrajera a la congregación de los mensajes inspirados leídos de la Biblia y de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy.

A veces, los días en que no había servicios religiosos en la iglesia, la enfermedad se veía tan fea que sentía que no podía ni salir a la calle. Sin embargo, durante ese período, la preparación espiritual que necesitaba para servir como Lectora y la convicción de que nuestro Pastor dual — la Biblia y Ciencia y Salud— era quien predicaba, me elevaron por encima de todos los pensamientos sobre mí misma durante los cultos religiosos. Más adelante, me enteré de que el problema físico no era generalmente aparente a la congregación.

Gradualmente, me vi forzada a alcanzar un nivel espiritual más elevado. Me quedé admirada de lo que la Biblia dice sobre los casos en que la piel de Moisés y Jesús brillaron. Esto ocurrió cuando cada uno de ellos acababan de estar en comunión con Dios. Al pensar sobre estos relatos bíblicos vi claramente que, en esas oportunidades, lo que los demás percibían era el pensamiento espiritualmente iluminado del individuo, y no el tono de la piel. De manera que necesitaba afirmar que mi verdadera individualidad era totalmente espiritual, el radiante y eterno reflejo del ser de Dios, completamente independiente de la materia.

Una semana, la Lección Bíblica (cuyas citas se publican en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana) trataba el tema “La materia”. La comprensión que obtuve del estudio de esa lección sacó a luz el hecho de que sentía temor, creyendo que necesitaba presentar la materia bajo una luz mejor. Razoné, pensando: Si en verdad creo que el Espíritu es la realidad del ser del hombre y que la materia es una ilusión mortal, no puedo estar preocupada por la manera en que los demás perciban mi apariencia. Esta fue la posición radical que adopté en esa oportunidad.

Pedí a mi esposo que me diera su apoyo específico por medio de la oración cuando llegó el domingo. Y comencé a orar con una convicción más elevada de victoria, ¡como si estuviera corriendo una carrera con la línea de llegada a la vista! Alrededor de un mes más tarde, me regocijaba de alegría al descubrir que el problema de la piel estaba desapareciendo, y al cabo de algunas semanas se había eliminado por completo del cuerpo toda muestra de este problema.

Sin embargo, poco antes de la Pascua de Resurrección del año siguiente, después de haber terminado mi período como Lectora, el problema volvió a ocurrir, y de una manera nuy repentina y agresiva. Al principio, me sentí consternada, pero pronto me di cuenta de que tenía el temor latente de que volvería a ocurrir. Una mañana, en intensa agonía, sentí que el malestar llegaba a los límites de mi resistencia. La incisiva pregunta: “¿Qué es lo que te impulsa?”, penetró esta turbulencia mental.

Dirigiéndome a mi escritorio, me senté, en total calma, para estar atenta a la voz del Padre. Estas palabras vinieron a mi pensamiento: “... esto lo hizo a través de lo que que humanamente se llama agonía”. Entonces, leí el pasaje completo de La unidad del bien por la Sra. Eddy: “Jesús recorrió con pies sangrientos el espinoso camino terrenal, pisando ‘solo el lagar’. Sus perseguidores mofándose le dijeron: ‘Sálvate a ti mismo... desciende de la cruz’. Esto era precisamente lo que él estaba haciendo, descendiendo de la cruz, salvándose de acuerdo con sus enseñanzas, por la ley de la supremacía del Espíritu; y esto lo hizo a través de lo que humanamente se llama agonía” (pág. 58).

Me di cuenta de que mientras los perseguidores de Jesús se burlaban de él, en realidad él se estaba salvando a sí mismo por medio de la ley de la supremacía del Espíritu, aun en medio de la agonía. El resultado de esto fue la revelación de la irrealidad absoluta del pecado, la enfermedad y la muerte, que se hizo evidente en el Cristo resucitado.

Entonces recordé que el día siguiente era Viernes Santo, en el cual la atención se concentra en la agonía de la crucifixión, y en el que esta agonía se glorifica. Sintiendo mucha gratitud por este llamado específico a la acción, comencé a orar por el mundo. Con una sincera gratitud por el ejemplo de Cristo Jesús, oré para que la consciencia humana resucitara de las creencias de pecado y muerte para que viera el Verbo de la Verdad “hecho carne” como todo poderoso, aquí mismo, en la tierra.

Al cabo de media hora, me di cuenta de que ya no sentía ningún dolor. A los pocos días, la piel se había restablecido por completo, y la curación ha sido permanente.

Estoy agradecida por la oportunidad de añadir más peso en la balanza de la evidencia que atestigua el poder de la Ciencia Cristiana para sanar a la humanidad hoy en día. Doy gracias a Dios con todo mi corazón.


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