Hace alrededor de treinta años, mi salud había alcanzado su nivel más bajo. Desde que nací, había tenido un penoso problema digestivo. Lo consideraban hereditario, pues mi abuela y mi padre lo habían tenido.
A lo largo de los años, el problema empeoró hasta alcanzar una etapa, cuando tenía veinticinco años, en que me sentía desesperado. Había buscado toda clase de tratamientos materiales, incluso la alopatía, la homeopatía, el ayurveda y muchos otros; casi todo, menos la magia negra. Pero todo el alivio que obtuve fue siempre temporario. Por último, había llegado al extremo en que sólo podía comer arroz y yogurt en el desayuno, el almuerzo y la cena.
Después de haber pasado entre dieciocho y veinte meses con esta mezquina dieta, un amigo, que recientemente había comenzado a estudiar la Ciencia Cristiana, me dijo: “Bueno, has probado casi de todo. ¿Por qué no le das una oportunidad a la Ciencia Cristiana? ¿Qué puedes perder?” Entonces decidí probar esta religión, y fui a ver a un practicista de la Ciencia Cristiana.
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