Juanita y yo éramos vecinas y buenas amigas. Jugábamos juntas casi todos los días‚ caminábamos juntas a la escuela‚ y nos contábamos nuestros secretos.
Prometimos que siempre seríamos amigas. Y a pesar de que éramos diferentes en muchos aspectos‚ aún somos buenas amigas. Pero recuerdo una vez cuando nuestra amistad casi se transformó en guerra. Después de ese incidente, prometimos que nunca permitiríamos que eso volviese a ocurrir. Y no ha ocurrido.
Juanita había venido a mi casa a pasar el día. Todo había comenzado bien‚ pero‚ de pronto decidió que no quería terminar la partida de cartas que estábamos jugando.
Tampoco quería dibujar‚ ni saltar a la cuerda, ni hacer ninguna de las cosas que siempre hacíamos juntas. Le dije que no se mostraba muy amable. Me respondió que no tenía por qué serlo‚ y que yo tampoco lo era. Al rato‚ nos estábamos comportando más como enemigas que como amigas.
Nos dijimos muchas cosas desagradables. Finalmente‚ la niñera envió a Juanita de regreso a su casa. Dijo que las dos estábamos muy irritables y que convenía que estuviésemos separadas por el momento. “Nunca más volveré a jugar contigo”‚ dijo Juanita cuando se fue. “¡Me parece muy bien!” le grité.
Pensé que ese día nunca terminaría. Esperé toda la tarde a que Juanita llamara para disculparse. (¡Después de todo‚ era ella quien había empezado!) Pero no llamó. Mientras tanto‚ yo cada vez estaba más triste. Y también más enojada.
Finalmente‚ llegó mamá a casa‚ y le conté mi versión de lo ocurrido‚ lo mala que había sido Juanita. (Ni una palabra de lo desagradable que yo también había sido.) Me escuchó con atención. Pero en vez de compadecerse de mí‚ me dijo: “¡Ana!” (Cuando ella me llamaba así‚ yo ya sabía que algo ocurría.) “¿Qué pasó con esta niña que amaba la paz y que hizo la insignia de paz para la reunión de padres en la escuela? Quizás necesites pensar en lo que decía la insignia. ¿Cómo esperas que las naciones hagan la paz cuando quienes son vecinas y buenas amigas no pueden hacerlo?”
¡Yo había trabajado mucho en ese proyecto! La insignia decía: “Bienaventurados los pacificadores”. Mateo 5:9 Fue para la Semana de la Paz Mundial que se celebró en la escuela. Una pared entera de nuestra aula estaba cubierta con diferentes mensajes de paz, incluso el mío. Y todo a lo largo de la parte superior había recortes (yo también preparé uno) que representaban niños de otros países tomados de las manos. En el centro, había un dibujo de un globo terráqueo con listones que partían de cada país hacia su correspondiente muñeca de papel.
En mi habitación busqué en la Biblia el mensaje de paz que yo había escrito. Cristo Jesús lo dijo, y se llama una bienaventuranza. Dice: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. (No dice: “Bienaventurados los que esperan que otro sea un pacificador”.)
Decidí que yo quería ser una pacificadora, pero necesitaba sentirme como tal. Sabía que la paz no podía venir del resentimiento, el enojo o el egoísmo. Estos no los hizo Dios ni los conoce. La paz tiene que ver con el sentir y expresar las cualidades de Dios, tales como amor, inteligencia, alegría, bondad. (En la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, yo había aprendido que ésas eran algunas de las cualidades que expresan los hijos de Dios. Y, en realidad, eso éramos Juanita y yo, y todos.) Me di cuenta de que cuando actuamos egoístamente, estamos representando una pesadilla con respecto a nosotros mismos.
Luego pensé en todas las buenas cosas acerca de nosotras y en nuestra amistad. Como cuando me fui de vacaciones y Juanita cuidó a mis muñecas. Cuando ella se enfermó yo le llevaba todos los días los deberes a su casa. Me regaló uno de sus pececitos cuando el mío se murió. Yo la ayudé a hacer una torta de cumpleaños para su mamá. Al compartir de esa manera, estábamos expresando más nuestro ser verdadero y bondadoso, nuestro ser como hijas de Dios.
Cuando comencé a ver esto, el enojo y el resentimiento desaparecieron. El egoísmo no podía permanecer donde la verdad no le daba cabida.
Ahora sí estaba lista. Corrí al teléfono y marqué el número de Juanita. (Me lo sabía de memoria.) Respondió al primer llamado. Había estado esperando que la llamara. Las dos nos disculpamos y sabíamos que cada una lo hacía de todo corazón.
Esa noche, le pregunté a mamá qué teníamos que ver Juanita y yo con la paz mundial. Me dijo que cada vez que es sanado el resentimiento o la desconfianza o la sospecha — aunque sea entre dos personas — demuestra de una manera pequeña, pero importante, que la única ley verdadera es la ley del Amor, Dios. Demuestra que el amor y la comprensión entre las naciones es factible, porque Dios realmente gobierna el universo.
¿Sabías tú eso? Cada vez que mantienes la paz con tu vecino, sabiendo que los hijos de Dios se aman unos a los otros, estás ayudando a que la gente del Líbano, de Africa del Sur y de El Salvador también encuentren la paz. Para ser pacificadores mundiales, se necesita algo más que presidentes, diplomáticos o ministros. Se necesita también de nosotros.
Tened gozo, perfeccionaos, consolaos,
sed de un mismo sentir, y vivid en paz;
y el Dios de paz y de amor
estará con vosotros.
2 Corintios 13:11
    