Muchos hemos sentido que, a veces, nuestra fe en el poder de Dios es muy poca comparada con el desafío que enfrentamos. Quizás haya otras oportunidades en que estamos muy seguros de Dios, pero no tan seguros de nosotros, de la capacidad que tenemos para demostrar el bien en nuestras vidas. Una de las formas para alcanzar una mayor fe, cualquiera que sea el problema, es tener más gratitud.
Si lo pensamos bien, la fe y la gratitud son factores inseparables, aunque, con seguridad, no son idénticas. Pero sí tienen el mismo origen, y una sigue a la otra muy de cerca. La primera naturalmente prepara el camino para la segunda. Si la primera en surgir es la fe, es decir, si uno ya está demostrando esa clase de fe que se basa en la comprensión espiritual (o, por así decirlo, que nace del Espíritu), la gratitud se manifiesta espontáneamente. Sin embargo, tal vez no se acepte tan generalmente que lo opuesto también es cierto, es decir, que la gratitud abre el camino a la fe.
La Biblia nos habla de los diez leprosos que, manteniéndose alejados, llamaron a Cristo Jesús para que los ayudara. La fe de ellos ciertamente se fortaleció cuando los mandó a presentarse a los sacerdotes; puesto que, bajo la ley judía, los sacerdotes eran quienes dictaminaban que un hombre estaba libre de la enfermedad y que podía volver a formar parte de la sociedad. Cuando iban de camino para presentarse a los sacerdotes, fueron sanados.
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