Cuando yo tenía nueve años de edad, mi padre se enteró de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens), y pronto tuvo gran interés en ella. Durante tres años mis padres asistieron a los cultos religiosos, y mis hermanos y yo a la Escuela Dominical de una Sociedad de la Ciencia Cristiana en una ciudad cercana. Pero, después dejamos de concurrir, y sólo ocasionalmente se hablaba de la Ciencia Cristiana en nuestra familia. En ese entonces, no me daba cuenta del profundo efecto que la Ciencia Cristiana tendría en mi vida.
Algunos años más tarde, más o menos a mitad de la Segunda Guerra Mundial, comencé a cojear de una pierna de manera alarmante. Mi madre me llevó al hospital más grande de Sydney para someterme a un examen médico; y, como consecuencia, tuve que internarme en el hospital y estar bajo observación por dos semanas. Al término de este período, el médico informó a mi madre, aunque no a mí, que yo padecía de esclerosis diseminada múltiple lo cual, dijo, me volvería totalmente inválido en poco tiempo, y, finalmente, terminaría con mi vida. Aparentemente el médico le indicó a mi madre que no había nada que ellos pudieran hacer por mí en el hospital.
Cuando me llevaron a casa, me pusieron en un sofá en la sala, y pasó un rato largo antes de que mi madre viniera a verme. Cuando lo hizo, era obvio que estaba muy angustiada. Supe entonces cuál había sido el veredicto del médico. Dije a mi madre: “Mamá, nada en este mundo me va a matar”, una declaración influida, estoy seguro, por mi previo contacto con la Ciencia Cristiana. De ahí en adelante, probamos toda posibilidad en el campo de la medicina, pero sin éxito alguno.
Mi hermano mayor estaba sirviendo en la Real Fuerza Aérea Australiana en Inglaterra en ese momento. Mi madre le escribió sobre lo que ocurría y continuó informándole sobre mi condición. En una de sus cartas, él sugirió que recurriéramos a la Ciencia Cristiana en busca de ayuda. Para entonces, mi condición se había deteriorado a tal punto que estaba completamente paralizado. No podía ni siquiera hablar o alimentarme. Mi vista se había deteriorado también, de tal forma que sólo podía distinguir la noche del día. Incluso una pierna estaba más corta que la otra. Habían pasado ya dos años y medio desde que nos habían informado sobre el lúgubre pronóstico del médico, y yo empeoraba constantemente.
Mi madre decidió hablar por teléfono con una practicista de la Ciencia Cristiana, quien accedió amorosamente a aceptar el caso. (Naturalmente que yo no estaba recibiendo tratamiento médico, pues no había nada que pudiera ayudarme. Sin embargo, poco después que la practicista tomó el caso, fui trasladado a un pequeño hogar que proveía cuidados especiales para Científicos Cristianos que necesitaban curación física.) Me sentí muy privilegiado y agradecido de que la practicista estuviera dispuesta a orar por mí. Puedo recordar claramente la primera vez que vino a verme. Fue un sábado por la tarde, después de haber cerrado su activa oficina de practicista por ese día. Llovía torrencialmente, y el fuerte viento había dado vuelta a su paraguas. Aun así, había venido. Desde ese día me visitó todos los días de la semana después de cerrar su oficina.
Inmediatamente que comenzó a darme tratamiento en la Ciencia Cristiana, mi estado se estabilizó, y pronto comencé a mejorar. Sin embargo, después de casi ocho semanas, mi progreso pareció estancarse. La practicista me dijo entonces que era importante que yo hiciese un esfuerzo por ayudarme a mí mismo, trabajando con ella para obtener mi curación. Esto me alentó a actuar, ya que sabía que no tenía a dónde ir y nadie a quien recurrir sino a Dios.
Mi madre estaba presente, y como era la única persona con quien podía comunicarme, le pedí que me ayudara a sentarme y que me pusiera una almohada en las rodillas y encima el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, para tratar de leerlo y ayudarme a mí mismo. Para entonces, había mejorado un poco de la vista, y después de luchar todo el día, pude leer sólo unas pocas líneas. No obstante, todavía estaba entusiasmado al día siguiente, y continué perseverando. Al terminar este segundo día, había leído casi una página entera de Ciencia y Salud. Al finalizar el tercer día, para mi alegría, había leído casi todo un capítulo. ¡Iba en buen camino, y yo lo sabía!
De ahí en adelante mi progreso no fue interrumpido. A los seis meses estaba caminando, aunque al principio sin estabilidad. Mi vista ya era normal y mi voz bastante clara.
La practicista sugirió entonces que cada semana asistiera a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana de la localidad. Como aún necesitaba algo de ayuda para caminar, mi madre me llevaba a la Escuela Dominical en un taxi, y los ujieres en la iglesia me ayudaban a llegar a mi asiento. Esto fue así durante varios domingos. Una vez, al llegar a la puerta de la Escuela Dominical, mi madre me dejó, como siempre, con los ujieres. Esperé a que ella hubiese entrado al culto, y entonces indiqué a los ujieres que quería ir hasta mi clase por mí mismo. Esto significaba caminar hasta el otro lado del salón de la Escuela Dominical. ¡Lo logré, y sin caerme!
De ahí en adelante, cada día lograba hacer cosas nuevas. En muy poco tiempo dejé mi pensión por invalidez y volví a trabajar para mi padre en su fábrica. La practicista trabajó conmigo hasta que desapareció todo rastro de enfermedad e impedimento.
Fue a través de las amistades que hice mientras concurría a la Escuela Dominical que conocí a mi esposa. Hemos estado casados por más de cuarenta años y tenemos tres hijos. Los tres asistieron a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana en nuestra iglesia filial, y dos son miembros de sus iglesias filiales locales. Nuestra hija menor tiene dos niñas pequeñas, y las dos asisten a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana.
Cuando mis hijos estaban creciendo, mi esposa y yo confiábamos constantemente en la ayuda siempre presente de Dios, y nos sentíamos muy protegidos mediante la comprensión de que Dios siempre provee amorosamente a Sus hijos, y, por lo tanto, no había necesidad de temer lo que la carne —creencias o circunstancias materiales— quisiera presentar.
Desearía expresar mi sincero agradecimiento por la amorosa ayuda que la practicista me dio durante ese tiempo. Su pensamiento estaba siempre claro, capacitándola para discernir exactamente los próximos pasos que debían tomarse al tratar el problema metafísicamente. Su obediencia al Principio divino y su entendimiento de la relación del hombre con el único Dios se evidenciaron en su leal y fructífero trabajo.
Aunque mi madre ya falleció, deseo expresar mi más tierno y profundo amor por ella. Su amor y lealtad, su confianza en Dios, me recuerdan la fe de la mujer que tocó el borde del manto de Cristo y se curó (ver Mateo 9:20–22).
Físicamente, estoy completamente normal. En algunas ocasiones, cuando la ley lo exigía, tuve que someterme a exámenes médicos por razones de trabajo. Nunca se encontró deficiencia alguna, y no he solicitado tratamiento médico para ninguna enfermedad en todos estos años desde esa curación.
Un entendimiento cada vez mayor de la Ciencia Cristiana, nos ha dado a mi esposa y a mí muchos años de salud y felicidad. Como miembros activos de una iglesia filial, hemos aprendido a demostrar la Ciencia Cristiana a cada paso del camino. Una carrera comercial relacionada con ventas, exitosa y recompensadora, fue el resultado de la oración constante. Cada año, al yo progresar en mi entendimiento de Dios, mis oportunidades de empleo eran mayores. Sé que la Ciencia Cristiana es la Ciencia de la Vida, la “perla de gran precio”, y que a cada momento tenemos el privilegio de comprobar la verdad de esta gran revelación.
Sydney, Nueva Gales del Sur, Australia
Es para mí una gran alegría confirmar que es absolutamente verídica la curación de Charles Morrison. Cuando él llegó a la pequeña casa de asistencia que yo mantenía, estaba completamente desvalido. Todos los días lo pasaban de su cama a una silla de ruedas entre dos personas. Su madre venía y lo alimentaba. Para nuestra gran alegría mejoró gradualmente, y después de varias semanas estuvo lo suficientemente bien como para ser atendido en su casa. Fue una gran bendición para mí haber sido testigo de esa maravillosa curación. Aunque ocurrió hace más de cuarenta y cinco años, la alegría de esta curación es aún muy vívida para mí.
Lilyfield, Nueva Gales del Sur, Australia
