Esperé
y esperé
(como el hombre en el estanque de Betesda)
a un ángel
que viniese y agitase las aguas
de mi pensamiento.
Pero entonces dijo Dios:
“No esperes ... ¡levántate ya!”
Entonces, al mirar
con mi corazón, hallé
que ¡Sus ángeles me rodeaban!
Y cuando me levanté, me tomaron de la mano
y tiernamente
me guiaron.