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Hagamos frente a las presiones

Del número de marzo de 1988 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Mi paso de la adolescencia a la edad madura, en una de las ciudades más grandes de los Estados Unidos, no fue fácil. El ambiente que me rodeaba desde que empecé a cursar el séptimo año de mis estudios, incluía la fácil obtención de drogas, el desenfreno en las relaciones sexuales premaritales y la violencia. Estos problemas de ninguna manera estaban relacionados con la clase baja únicamente; las clases media y alta también se veían afectadas.

Las influencias estabilizadoras en mi vida, en ese ambiente, eran la Ciencia Cristiana y el afecto de mi familia, que era muy unida. La Ciencia Cristiana me proporcionó un claro sentido de lo bueno y de lo malo, y una manera radicalmente nueva de ver lo que me rodeaba. Me hizo comprender que ser Científico Cristiano significaba ser distinto, pero de una manera buena. Me di cuenta de que las sensaciones de insuficiencia, soledad y confusión, podían sanarse mediante la oración. No tenemos por qué creer que esas sensaciones forman parte de nosotros o que necesitamos ocultarlas. El Cristo, el cual nos da prueba del cuidado de Dios y de Su influencia sanadora, puede eliminar esas sensaciones, las cuales son realmente falsas sugerencias acerca de nuestra naturaleza verdadera. Al recurrir a Dios en procura de ayuda, de la manera que la Ciencia Cristiana lo revela, vemos que se cumple la promesa de Cristo Jesús: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. Mateo 11:28.

La Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana fue una influencia importante en mi vida. Hizo que las verdades espirituales que estaba aprendiendo acerca de Dios y del hombre cobraran vida, y me enseñó la naturaleza práctica de ellas. Debido a la sinceridad y bondad de los maestros sentí que podía hablar con ellos o con un practicista de la Ciencia Cristiana acerca de los desafíos que se me presentaban, con la seguridad de que mis problemas no trascenderían a nadie más. La forma en que esas personas me hablaban no era condenatoria o sermoneadora, sino compasiva y alentadora. Incluso cuando no me comportaba de acuerdo con las normas que me enseñaban, el saber que esas normas eran, en realidad, mi protección, me ayudó a enmendarme y volver al sendero que yo realmente quería seguir.

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