Durante una conferencia de educadores para las escuelas públicas almorcé con siete personas de diversas culturas. En nuestra mesa había personas de ocho ciudades representando cuatro países. Al comenzar a hablar, en seguida me di cuenta de que el cuadro mental que tenía yo de esos países era realmente bastante negativo. No es fácil determinar exactamente cómo nos hemos formado esas imágenes. Sin embargo, cada una de esas personas contradecía esas impresiones. Eran sumamente inteligentes y dedicadas, a cualquiera le gustaría tenerlas por vecinos.
De la enorme desemejanza entre las impresiones negativas que tenía y el verdadero carácter de estas personas surgió esta pregunta: "¿Cuánta excelencia y bondad perdemos de vista cuando las imágenes distorsionadas eclipsan el concepto que tenemos del prójimo?" Y aún más importante, ¿cuánto realmente perdemos, es decir, cuánto nos limitamos, cuando conceptuamos a los demás como separados de la inteligencia, del amor y de la integridad pertenecientes al hombre por ser el reflejo espiritual de Dios?
Realmente no podemos conocer a otra persona si imaginamos que alguien puede vivir separado de Dios, el bien infinito. Aun al pecador más cruel o brutal se le debe ver responsable y capaz de responder a la ley moral y espiritual. Debemos admitir que esto no siempre parece ser verdad, sin embargo Cristo Jesús debe de haberlo comprendido así. No sólo encomendó a la ley de Dios a aquellos que eran buenos con él, sino que también encomendó a la justicia divina a Judas, Herodes y Pilato. No era su intención perjudicar a nadie.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!