Nuestras reuniones de Navidad siempre se hacían en la casa de mi abuela, durante la última semana de diciembre. Sea cual fuere la ciudad donde estuviéramos viviendo, emprendíamos el regreso al “hogar” a Pittsburgh. Ya estaba oscuro y era tarde cuando las luces de nuestro auto enfocaban la entrada de la casa y papá decía: “Hemos llegado”. Mi hermano y yo, que dormíamos, despiertos a medias salíamos tambaleando del auto, a veces sobre nieve recién caída, y entrábamos en la cocina con su gran mesa redonda de nogal. Lo primero de todo era el beso de la abuela, después los abrazos, los tazones llenos de cocoa, las promesas de visitar a la tía Lilí y ayudar a hacer galletitas a la mañana siguiente. Por último, subíamos a los dormitorios y nos metíamos en nuestras camas cuyas sábanas parecían pedazos de hielo sobre los dedos de los pies, mientras se oían en el aire sonidos fantasmales que venían de los trenes de carga nocturnos que se movían junto al fangoso río Allegheny.
Al día siguiente, la casa se colmaba de familiares que exclamaban: “¡Pero cómo han crecido!” y de risas, de comentarios sobre el pavo, de montones de paquetes cuyo contenido tratábamos de adivinar, junto con la preparación de guirnaldas de palomitas de maíz para decorar el gran árbol de Navidad.
Mientras tocaba villancicos en el piano vertical de tía Lilí comencé a preguntarme dos cosas: ¿Por qué teníamos que reunirnos siempre con la familia en esa época del año? Y ¿qué tenía que ver eso con los pastores, los ángeles y el nacimiento del niño Jesús?
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