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Bienvenidos extranjeros; bienvenidos hermanos

Del número de diciembre de 1990 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En el invierno de 1914, durante la Primera Guerra Mundial, los soldados en las trincheras iniciaron una breve y notable tregua. En la oscuridad de la Nochebuena alguien elevó por sobre el parapeto un árbol de Navidad. Estaba iluminado con velas. Nadie disparó. En cambio, una voz emergió del frente alemán cantando una canción de Navidad. Entonces alguien del frente inglés se le unió. Luego los soldados de ambos frentes lograron cantar un coro de "Adeste fideles" en latín.

Cuando llegó el día de Navidad, aparentemente hubo varios incidentes en que hubo intercambio de regalos entre las tropas de aquella parte de la línea de combate. Jugaron partidos de fútbol, tocaron música y hubo toda clase de confraternidad no deseada, esto es, no deseada por los generales. Y los soldados, de mutuo acuerdo, enterraron a sus muertos en "la tierra de nadie" entre las dos trincheras.

Alguien dijo en una carta: "Estos incidentes parecen indicar que entre los hombres educados no hay deseo de matarse los unos a los otros, y si no fuera por las agresivas políticas nacionales, o por el temor que otros tienen de ellos, la guerra entre la gente civilizada raramente ocurriría" (ver The Boston Globe, 25 de febrero de 1988).

Pero la guerra ocurre, y el hecho de que ocurra puede decirnos algo acerca de cuán habitual y extenso parece ser el temor humano hacia "otros". Quienquiera que no se haya integrado al círculo familiar o de amigos puede parecer un extraño o un desconocido, alguien diferente, amenazador. ¿No tenemos todos que admitir que a veces tan sólo el pasar al lado de otro ser en el vestíbulo o en la calle — alguien que no es de los nuestros, que no vive como nosotros y no piensa como nosotros pensamos — puede parecer amenazante?

¡Con qué rapidez catalogamos: diferentes tribus, razas, religiones! ¡Incorrecto, malo, peligroso! O aún algo más cercano: de otra parte del país, diferente historial académico y profesional. ¡Inaceptable, no profesional, ignorante!

Pero San Pablo, en su epístola a los cristianos en Colosas habla acerca del hombre “nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno”, y entonces se refiere al hecho de que en Cristo “no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos”.

¿De dónde vendrá la afluencia de Científicos Cristianos necesarios para el próximo siglo? Del mismo lugar de donde vino la primera: de gente de otras religiones y de gente sin religión. Ellos vendrán no porque estén dispuestos a cruzar las líneas, sino porque sentirán que no hay líneas. Sentirán que son conocidos más profunda y sinceramente de lo que nunca fueron conocidos antes. Habrá un sentido de “pertenecer”, no simplemente a una institución, sino a un propósito espiritual común y a un significado espiritual universalmente compartido.

En una carta de Navidad a sus estudiantes, Mary Baker Eddy preguntó una vez: "¿Qué es lo que eleva a un sistema de religión a una fama merecida?" Y responde: "Nada merece el nombre de religión excepto una humilde ofrenda: amor" (The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany).

¡Qué diferencia revolucionaria puede causar el pensamiento que cambia en esta dirección! El espíritu de los Científicos Cristianos, elevado por este radical descubrimiento espiritual, ejerció una poderosa atracción en los primeros días del movimiento. Y dondequiera que esta misma idea-Cristo prevalece hoy en día, el movimiento de la Ciencia Cristiana
Christian Science (crischan sáiens) está nuevamente creciendo.

Por supuesto que, al comienzo mismo del movimiento, las únicas personas que venían eran extraños. Había solamente una Científica Cristiana, Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, y autora de Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras. Pero ella estaba segura de la naturaleza universal de la verdad que había descubierto. Sabía que su descubrimiento no era sólo para un puñado de personas sino para toda la humanidad. Percibió, no como un triunfo personal, sino en términos humildes, que a medida que el cristianismo científico liberara el pensamiento esclavizado por los amargos errores del materialismo, con el tiempo, tendría que llegar a ser la religión de todo el planeta. La Iglesia del cristianismo científico tendría sabor de hogar para la humanidad.

El primer estudiante de la Sra. Eddy fue alguien de una clase social e historial enteramente distintos: un zapatero llamado Hiram Crafts. Entonces vinieron otros que trabajaban en el oficio de la fabricación de calzado en Lynn, estado de Massachusetts. Gente de diversas religiones fueron atraídas. Después hubo una serie de ex clérigos que desempeñaron una función importante en el progreso de la nueva Causa. Profesionales, gente ilustre, granjeros, periodistas, gente del centro de los Estados Unidos y europeos, todos encontraron la Ciencia Cristiana.

¿Qué fue lo que los atrajo? ¿No fue, esencialmente, que se sintieron atraídos por algo que los hizo sentirse más en casa como nunca antes en su vida? Venían al hogar y eran recibidos como hermanos.

La razón de este fenómeno era fundamental al gran descubrimiento espiritual. Conflictos, alienación, separación de la gente son, como la Ciencia Cristiana lo muestra, el resultado, del sueño equivocado y aterrorizado de la mente mortal. Mas cuando se demuestra la transparente realidad de la Mente divina y única, la naturaleza de la unidad comienza a manifestarse. Al mismo tiempo el hecho espiritualmente científico produce el opuesto mismo de la ingenuidad. Aporta más discernimiento y llega al fondo mismo del corazón.

La fidelidad y la honestidad al hecho científico y espiritual revelan y hacen posible lo mejor y más afectivo de la experiencia humana. La totalidad de Dios significa la unicidad del hombre. Esto no es un mero teorema metafísico; las meras palabras difícilmente podrían por sí mismas indicar la tangible riqueza de la realidad que las sustenta.

¿Qué ocurre cuando el profundo temor mortal que se siente hacia un extraño se vence espiritualmente? Lo que puede ocurrir — y en verdad ocurre — es más imponente que lo que ocurrió en el frente de batalla en la Primera Guerra Mundial. La maravilla es que esta unidad basada en el Espíritu, no sólo expresa la buena voluntad, sino que comienza a liberar la íntegra y profunda naturaleza verdadera del hombre dentro de nosotros.

No sólo llegamos a expresar más afecto en nuestro diario vivir, sino que también nos sentimos más profundamente liberados de estar pensando en nosotros mismos y en lo que piensan los demás acerca de nosotros. Respondemos espontáneamente al bien mismo, a algo mucho mayor que nosotros mismos, algo que está siempre presente para todos. De hecho, es como si estuviéramos llegando a la presencia de una nueva identidad, una identidad que está modelada por la presencia verdadera del amor espiritual y relacionada con este amor, y no con un previo historial mortal y personal. Y en esta presencia del Amor, la unidad es lo más natural del mundo.

En realidad, ¿no es acaso esta experiencia la venida del Cristo, un sentimiento que tan a menudo asociamos con la Navidad, pero que en realidad es el espíritu del Cristo que unifica y libera en cualquier época del año?

Cuando Cristo Jesús se levantó a leer en la sinagoga, el Evangelio de Lucas nos dice que encontró el pasaje en el pergamino del profeta Isaías que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar a los pobres las buenas nuevas. Me ha enviado a anunciar... una época en que el Señor dará la bienvenida a la gente” (William F. Beck, The Four Translation New Testament).

Es cierto que Jesús percibía el corazón de aquellos con quienes se encontraba. Para él no había nada oculto. Pero también sabía cuán ilimitada y eternamente valiosa es la naturaleza de cada uno en su verdadera identidad como imagen de Dios. Cuando alguien expresa al Cristo hoy en día, esta expresión todavía lleva en sí la cualidad sanadora; esta clase de pensamiento es muy acogedor.

Cuando vemos que el hombre en su verdadera naturaleza no es autocreado, sino que es la expresión de Dios, nuestro sentido de justificación propia y de autoimportancia se desvanece. Alborea en nosotros la verdad de que sólo Dios crea — y hace conocer — al hombre de Su creación. Descubrimos a este hombre cuando renunciamos al sentido material convencional que abrigamos acerca de nosotros mismos y de otros y nos disponemos a buscar la imagen del Amor divino. Habiendo encontrado al hombre nuevo, al hombre espiritual, aun momentáneamente, sabemos que podemos reconocerlo en todas partes.

¿No ha de crecer, inevitable e irresistiblemente, una Iglesia que tiene como corazón y centro este espíritu del Cristo? La decisiva percepción espiritual en el corazón de todos hará la diferencia. En efecto, “detendrá la guerra” para todo aquel que tenga un corazón para responder.

Venid a mí todos los que estáis trabajados
y cargados, y yo os haré descansar.
Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón;
y hallaréis descanso para vuestras almas'
porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.

Mateo 11:28-30

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