No creo que haya ningún cristiano en el mundo que, en un momento u otro, no haya tratado de imaginarse cómo deben de haber sido los comienzos. Me refiero a los comienzos del cristianismo.
Tal vez este deseo de saber surja inesperadamente. Podría ocurrir cerca de la Pascua o en alguna noche serena cercana a la Navidad.
Esta es una buena búsqueda. Es semejante al recuerdo que guardamos de las historias bíblicas que aprendimos hace años cuando éramos niños, y que aún permanecen en nuestra memoria con la maravilla y el encanto de la inocencia y la receptividad de la niñez. Aun después de llegar a adultos y de volvernos más “realistas”, estas cosas aún nos hacen sentir seguros. Aunque podamos sentir que hemos perdido esa cualidad de la niñez, hay algo poderoso e intemporal que no puede perderse por completo, como la maravilla de contemplar en el cielo los millones de estrellas que podemos ver por la noche.
En nuestros recuerdos se entremezclan escenas, sonidos y personas. Cuando recuerdo la melodía de “La rosa amarilla de Texas”, vuelvo a experimentar algo de los días de verano de mi niñez. Por alguna razón acostumbraba silbar esa canción cuando iba a pescar a una laguna cerca de mi casa. Otro recuerdo igualmente fuerte es lo que mi madre solía contar sobre mí. Un día, en la Escuela Dominical de la Iglesia Presbiteriana, alguien dijo que el dinero que se recaudaba era para Jesús. Aunque lo dijeron metafóricamente, yo lo tomé muy literalmente ¡y pregunté si podía ir con ellos cuando efectuaban la entrega!
Esa temprana enseñanza de la Escuela Dominical había hecho que Jesús ya fuera una realidad para mí. El era parte esencial de mi experiencia cuando iba a pescar, en la escuela y en mi familia. Al ir yo creciendo, él no estaba separado de lo que me apenaba y que hacía que me cuestionara sobre qué era la vida y qué podía hacer yo frente a circunstancias que constituían un verdadero desafío, como la enfermedad de un padre, el bienestar de un hermano o una muerte en la familia de un vecino.
Quizás una de las razones por la cual la curación espiritual, como se lleva a cabo en la Ciencia Cristiana, puede tener tal impacto en nuestra vida cuando la conocemos, tiene que ver con la clase de experiencias que hemos tenido anteriormente. Las ideas espirituales y la vida cotidiana no constituyen dos categorías separadas. Para ciertas personas la posibilidad de la curación espiritual tiene una aceptación inmediata.
Desde luego, no siempre es fácil determinar con exactitud por qué una persona se siente atraída de inmediato por lo espiritual mientras que otra se muestra indiferente a ello. Pero la aparente diferencia puede tener algo que ver con la manera en que lo espiritual se entremezcla en nuestra vida. Si no somos atraídos a la participación de la realidad espiritual en la vida diaria — sanando, dando un motivo de esperanza, restituyendo el amor, la ternura o el perdón que quizás creímos no volver a sentir — entonces tal vez se requiera más tiempo para ello. Una mayor perspectiva y experiencia pueden tener un profundo efecto, aunando el discernimiento, la necesidad, la paciencia y el anhelo, lo cual con el tiempo conduce a la iluminación espiritual.
Cuando Mary Baker Eddy captó una vislumbre del gran Principio divino que cimentaba la curación en el Nuevo Testamento, el discernimiento de ese Principio no apareció en un solo influjo inmediato de comprensión. Ella tenía casi cuarenta y cinco años y ya había experimentado tanto su parte de las asperezas de la vida como las esperanzas y planes normales de la juventud. Cuando se leen sus obras, se reconoce que su perspectiva de la vida fue poderosamente influida por la Biblia. Lo que escuchó en su niñez, los sermones dominicales, el entorno familiar y las luchas mezclaron en su vida — como lo hacen en la nuestra — el discernimiento religioso, las preguntas, y las dudas de los adultos. También estaban incluidos recuerdos, tanto tristes como felices.
Lo que sigue es un extracto de cómo ella describió su propio despertar espiritual y su curación en su libro Retrospección e Introspección: “El curso de la vida humana estaba tan lleno de acontecimientos que yo no podía permanecer apacible en la ilusión de que esta llamada vida pudiera ser un descanso real y permanente. Todas las cosas terrenales deben finalmente someterse a la ironía del destino, o bien fundirse en el Amor infinito único.
“.. . El mundo estaba oscuro. . .
“Así fue cuando llegó el momento del enlace del corazón con una existencia más espiritual. Cuando la puerta se abrió, yo estaba esperando y vigilando; y ¡he aquí que vino el esposo! En esa medianoche las antorchas del Espíritu iluminaron el carácter del Cristo”.
Lo que ella describe es lo que sucede cuando la vida finalmente comienza a fundirse con un profundo y a veces tácito reconocimiento de la inmediata presencia de Dios. Es en ese momento que uno siente el valor innato del hombre como hijo de Dios. Esta experiencia se produce cuando adquirimos el conocimiento de la identidad espiritual' podría decirse que es un renovado sentimiento de inocencia y de ser amados.
Aún no lo tenemos “todo armado”. Pero Cristo Jesús enseñó que esta fusión espiritual estaba siempre allí, aquí a nuestro alcance. Esto fue lo que él explicó a la gente en parábolas, mediante curaciones, en conversaciones públicas y privadas. A medida que este entendimiento espiritual nos transforma, se recupera el pensamiento correcto y el cuerpo se sana. Estrechamente ligado a esto, cuando a Cristo Jesús le preguntaron quién era el más grande en el reino de Dios, la Biblia nos dice: "Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos".
Hoy hay gran esperanza para nosotros también, dondequiera que nos encontremos. El niño, o la niñez, no puede realmente perderse, aun cuando lo hayamos perdido de vista por algún tiempo. Esta niñez espiritual es inocente y receptiva, y siempre está atenta a la voz del Padre. Si no en este momento, entonces con el tiempo llegaremos a redescubrir nuestra unidad con Dios. Nuestro propio descubrimiento de una "existencia más espiritual" tiene que ocurrir, y ocurrirá. Comprenderemos entonces cómo es en el verdadero comienzo del cristianismo.