Esta Es Una de las exigencias más fuertes que se hace a un cristiano. Y cuando respondemos a ella con humildad, sentimos un verdadero gozo. El lavado de los pies asume diferentes formas y cada una de ellas nos hace más virtuosos.
La Biblia nos relata que una mujer, cuya condición social era poco aceptable, se presentó, sin ser invitada, a una cena formal servida por un fariseo llamado Simón, y a la cual Cristo Jesús había sido invitado. La razón por la cual Simón se acercó al Maestro fue para mostrarse haciendo un gran gesto humano. ¿Por qué razón se acercó la mujer? Ella lavó sus pies con lágrimas. ¡Qué contraste!
Cuando oramos, ¿cómo nos acercamos a Cristo, la Verdad? Algunas veces la mente humana se apresura a hacer grandes declaraciones de la realidad, proclamando la perfección de Dios y del hombre. Pero eso jamás alcanzará la perfección. Nuestro sentido espiritual sale a la superficie solamente cuando esta mente se humilla; entonces descubrimos y nos regocijamos en el hecho de que el hombre está hecho a imagen de Dios, puro y completo. Aquellas lágrimas de arrepentimiento que enjugaron los pies de Cristo representan el echar de sí la personalidad mortal, un proceso de depuración que nos permite manifestar las verdades del ser con una convicción y autoridad espirituales que sanan.
¿Y qué decir acerca de los momentos en que la situación se invierte, cuando el Cristo llega para lavar nuestros pies? ¿Reaccionamos alguna vez de la manera en que Pedro lo hizo? Jesús fue de un discípulo a otro. El se acercó a Pedro y, de acuerdo con el Evangelio según Juan, “Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás”.
¿Reaccionamos de la misma manera? ¿Estamos totalmente dispuestos a recibir al Cristo de la manera que venga a nosotros? Por ejemplo, puede haber ocasiones en que no nos sentimos cómodos. La tendencia humana es echarle la culpa a alguna causa material. Pero puede ser que el “problema” sea el impacto de alguna verdad espiritual específica que está alboreando en nuestra consciencia. Si simplemente reaccionamos, es probable que no comprendamos lo que sucede. Podemos aprender la lección necesaria si respondemos positivamente, no al dolor o a la discordancia, sino con el discernimiento de que el Cristo, la Verdad, nos está revelando algún concepto valioso en nuestra vida.
Sí, este impacto de la Verdad puede hacer que a veces el sentido personal (el sentido que nunca está muy entusiasmado con la revelación divina) no se sienta cómodo. Pero si tenemos la humildad de abrir nuestro corazón a lo que se nos está revelando, nos regocijaremos más pronto en la verdad y evitaremos una lucha innecesaria. Nosotros cambiaremos nuestra respuesta de la misma forma en que lo hizo Pedro después que Jesús le dijo: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo”. Y Pedro dijo: “Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza”. Cuando abrimos con amplitud nuestro pensamiento para que entre el Cristo, podemos confiar en que el poder divino quitará toda molestia, toda quimicalización, que pareciera acompañar nuestro crecimiento espiritual.
Quizás otra lección que podemos aprender de la venida del Cristo para lavar nuestros pies, es que ilustra muy bien el amor que Dios tiene para con nosotros. Si alguna vez nos sentimos solos, inútiles o indignos, este es el momento para que hagamos un sumiso reconocimiento de la presencia del Cristo, la Verdad. Su amor por nosotros produce un efecto de depuración y purificación en nuestra vida. Sentimos el sentido espiritual del bautismo. Solo una genuina humildad abre la puerta a este proceso de purificación en nuestra vida.
Y aún hay otra manera de lavarse los pies. Quizás ésta es la más difícil; no solo requiere de humildad sino de un gran valor y fortaleza espirituales. Cuando Jesús terminó de lavar los pies de sus discípulos, dijo: “¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis”.
Jesús lavó los pies de cada uno de los discípulos, aun los del traidor. ¿Acaso no tenemos la obligación de servir a toda la humanidad, hasta a un mundo que generalmente no aprecia lo que la Ciencia divina puede hacer por él? Si abrigamos sentimientos antagonistas hacia alguien (un vecino, un miembro de la iglesia, un miembro de la familia, o nuestro empleador), los pies de ese alguien pueden ser precisamente los que estaríamos llamados a lavar. Si, por ejemplo, esa persona lo llama por teléfono esta noche y le pide que ore para sanarla de algo, ¿podría tratarla con un sentimiento sincero? Si la respuesta es no, ¿por qué no empieza ahora a orar por usted mismo de manera que si recibe tal llamada y si Dios lo guía a aceptar el caso, pueda responder con poder cristiano?
El lavado de los pies no es siempre fácil, ya sea que se lo hagamos a otros o nos lo hagan a nosotros. Pero como quiera que llegue a nosotros, debemos hacer el mejor uso de la oportunidad que se nos ofrece. Siempre saldremos de la experiencia un poco más limpios.
Llamando Jesús a un niño,
lo puso en medio de ellos,
y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y
os hacéis como niños,
no entraréis en el reino de los cielos.
Así que, cualquiera que se humille como este niño,
ése es el mayor en el reino de los cielos.
Mateo 18:2–4
