¿Son Una Carga los niños pequeños? Eso es lo que uno podría extraer de tantas conversaciones entre padres que se escuchan en los parques, en las reuniones familiares, en los jardines de infantes, incluso entre los padres de niños a quienes se ama con ternura y cuya llegada fue tal vez largamente esperada.
Cuando nació nuestro segundo hijo, el primero ya tenía un año. Cuatro meses más tarde, comencé un nuevo trabajo con horario completo. Mi esposo, que cuando estaba en casa se ocupaba de los niños, a menudo debía ausentarse por negocios durante una o dos semanas. Los abuelos, tíos y tías que gustosamente nos hubiesen ayudado, vivían a miles de kilómetros. Había momentos en que yo sentía que tenía demasiadas cosas para hacer sin que aparentemente hubiese perspectivas para un cambio, por lo menos, en un futuro inmediato.
No tenía mucho tiempo para leer, pero sí encontré tiempo para orar, mientras lavaba mamaderas (¡para dos!), doblaba la ropa lavada, manejaba para ir a mi trabajo, acunaba a los niños, les daba de comer, jugaba con ellos.
Tuve que hacer un esfuerzo consciente — especialmente cuando mi esposo estaba ausente — para que mi pensamiento no se centrara en mis excesivas ocupaciones y en mi aparente soledad y falta de ayuda. Me aferré una y otra vez al estudio espiritual y a la oración que mi esposo y yo habíamos realizado cuando esperábamos el nacimiento de los niños. Al orar por cada nuevo miembro de la familia, pude comprender mejor, bajo un enfoque más claro, muchas de las enseñanzas de la Biblia que yo había aprendido durante mi infancia. Reflexioné más profundamente do lo que lo había hecho antes, acerca de la explicación que da Cristo Jesús respecto a que el hombre es en realidad el hijo de Dios, que es Espíritu. ¡Qué diferente de esta descripción bíblica es el punto de vista generalizado sobre el hombre! El hijo de Dios no es un ser temporal — no es un mortal pequeño dulce y adorable, ni un mortal molesto y exigente — sino un ser completamente espiritual, la expresión exenta de edad de un Padre, que es el Espíritu divino.
Antes de tener a nuestros hijos, tal vez yo haya tenido dudas acerca del sentido práctico que podía tener este enfoque glorioso del hombre en una familia que aparentemente se concentraba en dar de comer, cambiar pañales y poner a dormir. Pues lo tiene. Una y otra vez, este sentido espiritual acerca de nosotros mismos y de nuestros hijos trajo una nueva luz y le dio un sentido a nuestra vida diaria y a las noches. Por ejemplo, me di cuenta de que cuando me esforzaba por estar más consciente de que los niños eran hijos de Dios, me sentía mucho más segura de que podía hacer todo lo necesario para que tuviesen el cuidado diario adecuado. Comprobé que precisaba muchas menos horas de sueño de lo que creía para sentirme descansada y activa. Encontré reservas de paciencia y un equilibrio lleno de afecto que yo misma ignoraba que poseía, y que fueron de especial utilidad cuando tenia que cambiar, dar de comer o acunar a los dos niños al mismo tiempo.
Al principio parecía que no podíamos encontrar una solución respecto al cuidado de los niños cuando mi esposo estaba fuera de la ciudad, un cuidado que nos hiciera sentir que era el más apropiado y correcto. Intentamos todas las posibilidades que se nos ocurrió, pero sin ningún resultado. Pero por medio de la oración — nuestra propia oración y la de un practicista de la Ciencia Cristiana — encontramos ese cuidado lleno de afecto en cada etapa. Las soluciones a veces parecían complejas desde el punto de vista humano, pero hemos podido comprobar que pese a que no fue lo común, el cuidado de los niños y las personas que se acercaron a nuestra familia para ayudarnos eran exactamente lo que los niños necesitaban en cada etapa de su experiencia.
No quisiera dar la impresión de que soy una especie de supermadre, una de esas mujeres u hombres legendarios del siglo XX que manejan exitosamente millones de cosas a la vez. De hecho, antes de tener a los niños, me gustaba mantener una vida tan simple como fuese posible, y con cada cosa en su lugar. Tampoco quisiera dar la impresión de que todo fue fácil y resplandeciente. Hubo muchas, pero muchas ocasiones en las que tuve que disciplinar espiritualmente mi pensamiento para rescatarlo de hipótesis mortales estériles: “Las cosas van a mejorar cuando los niños sean más independientes” o “Si mamá viviera más cerca”.
Algunas de las primeras curaciones que tuvimos con los niños fueron sumamente útiles para poner las cosas en su justa perspectiva. La evidencia de recurrir de manera práctica a la oración para la curación de cada miembro de la familia, fue cada vez más evidente. Un bulto que uno de los niños tenía en la cara desde hacía bastante tiempo, se disolvió. Una dificultad en un oído sanó. Estas dos curaciones ocurrieron hace cuatro años.
Ni mi esposo ni yo hemos sentido que tuvimos que imponer restricciones a nuestra vida. Todo lo contrario. Por supuesto, durante este período hemos tenido que dejar de lado algunas actividades recreativas (¡por decirlo sin exageraciones!), pero también hemos descubierto que ciertas cosas que deseábamos hacer desde hacía tiempo, se integraron a nuestra experiencia de un modo natural. Por ejemplo, durante muchos años había sentido el deseo de colaborar con las publicaciones periódicas de la Ciencia Cristiana, pero sentía que nunca tenía tiempo para hacerlo, ¡hasta que tuve niños pequeños!
Hace poco, delante de una amiga a quien había invitado a cenar, hice un par de comentarios un tanto burlones aludiendo a cuánto trabajo dan los niños pequeños. De eso no cabe duda. O sea, sí, requieren mucha atención. Pero más tarde mi esposo me indicó que esos comentarios sonaban como si nuestros niños fuesen una carga pesada. Jamás lo fueron. Han sido, de muchas maneras, una bendición. Pero el mismo hecho de que yo haya declarado cosas acerca de los niños, que realmente no eran ciertas en mi experiencia o en mis sentimientos, me alertó sobre el modo en que predomina la sensación de que los niños constituyen una carga.
Así como pensamos que una determinada película es extraordinaria debido a que todo el mundo dice que lo es (y tal vez cuando después de un tiempo la volvemos a ver, nos damos cuenta de que después de todo, no era realmente tan excepcional), del mismo modo yo había estado haciéndome eco del consenso que predomina y que afirma que los niños pueden ser una carga. Cuando comprendemos que Dios nos ha dado el deber y la habilidad de pensar por nosotros mismos, estamos en condiciones de emerger fuera de las actitudes humanas convencionales hacia un sentido de vida más exacto como dirigido y sostenido por Dios. Después de todo, la sensación de que los niños son una carga, ¿acaso no proviene a menudo de convicciones humanas populares que alegan que dedicarse a cuidar diariamente a otros con amor puede privarnos del gozo y la realización de una vida satisfactoria? El mensaje de la Biblia en su totalidad señala precisamente en la dirección opuesta. En realidad es al servir a nuestro prójimo desinteresadamente — incluso a nuestros niños — que encontramos el gozo y el desarrollo verdaderos.
Esto ocurre debido a que servir desinteresadamente refleja el Amor divino que es la base de todo ser real. Por lo tanto, no es extraño que mucha gente sienta que verdaderamente “han vuelto a la vida” al tomar la decisión de dedicar su vida a ayudar a los demás.
Podría agregar una cosa que encontré sumamente práctica para el cuidado de nuestros niños y que incluye la curación física cuando es necesaria: el orar por mí misma, oración diaria que corrige específicamente la inclinación a verme a mí misma y a los demás ajenos de alguna manera al modo en que Dios, el Amor divino, ve a Su linaje. Puede parecer una paradoja que el orar por mí misma pueda contribuir de un modo tan tangible a la curación y bienestar de los niños. Sin embargo, pienso que no es tan sorprendente, ni siquiera en el contexto de la información que llega a través de la práctica de la medicina convencional. Los médicos — y no precisamente los que actúan desde la periferia de la teoría médica sino desde el centro mismo — destacan la función importante que desempeña el pensamiento del paciente en ayudar o retrasar la curación. Y cuando se trata de un niño, algunos pediatras y enfermeras mencionan que han observado que la actitud de los padres es un factor muy significativo para la curación.
La Sra. Eddy escribe acerca de la función importante que el pensamiento de los padres representa al orar por los hijos. (Véase por ejemplo Ciencia y Salud, págs. 412–413.) Para quienes no están familiarizados con la Ciencia Cristiana, el énfasis que pone sobre el pensamiento y la oración de los padres en la curación de sus hijos, puede parecer otra carga más que se añade a la crianza de los niños. Algunas personas incluso han preguntado: “¿No significa esto poner una terrible responsabilidad sobre los padres, con respecto al bienestar de sus hijos?” Los hijos son una gran responsabilidad, sin lugar a dudas. Pero puedo responder a esta pregunta solamente por mi propia experiencia. Nuestra oración por nuestros hijos como familia — conjuntamente con la curación que produjo — ha sido una de las alegrías más grandes que hemos conocido, una de las bendiciones más extraordinarias del hecho de tener niños.
La Ciencia Cristiana repite el consejo de Cristo Jesús: “No temáis”. Este consejo tranquilizador demuestra que no es irracional ni imposible, ni implica negligencia el no sentir temor cuando un hijo necesita curación. Uno de los efectos más naturales e inmediatos de la oración es calmarnos y disipar el temor. El Amor divino — con la segura certeza en el infalible cuidado de Dios y Su omnipotencia — es el poder que disipa el temor y produce la curación. Este Amor es en realidad el verdadero Padre de todos, el Padre-Madre Amor que constituye el origen y el sostén de la vida inmortal y sin nacimiento, del hombre.
Aún puedo recordar con toda claridad lo que sucedió hace aproximadamente un año, una mañana en que uno de los niños se despertó con dolores muy fuertes, sin poder mover la cabeza en forma normal. Me resistí a dejarme dominar por el temor, y orando a Dios con toda humildad, comencé, casi de inmediato, a sentir Su grande e inconmensurable amor por ese niño y por mí. Recuerdo que recorrí el cuarto con el niño en brazos, miré por la ventana los bosquecillos detrás de la casa, vi cómo el sol de esas primeras horas matutinas se filtraba a través de las hojas translúcidas, sentí un gozo sereno en ese hermoso amanecer y la profunda convicción de que el niño jamás podía estar separado del amor de Dios. Yo sabía que muy pronto se sentiría aliviado de cualquier sensación de malestar. El dolor desapareció y una hora después el niño estaba listo para ir al jardín de infantes.
Aunque después de este episodio hubo en la familia otras hermosas curaciones, este niño se ha referido en varias ocasiones a “la vez en que sané del cuello”. Y esto ha sido como una piedra de apoyo, cuando sus amigos comentan que recurren a la medicina, que lo lleva a pensar en su relación con Dios y en la certeza de que el poder sanador de Dios está presente para todos los que anhelan sentir su bendición.
