Cuando Era Niña, había una tradición religiosa según la cual cuando un niño llegaba a cierta edad — alrededor de los siete u ocho años — participaba de una ceremonia que era considerada un acontecimiento importante. Se invitaba a familiares y a amigos íntimos a una pequeña reunión y cada uno le daba un regalo, un objeto de oro: alguna joya, como un anillo, un broche, pendientes.
El país europeo en que yo vivía antes de radicarme en Brasil, era pobre, y estos regalos tenían un propósito muy práctico. Constituían una especie de fondo de reserva para un niño. Si él o ella, en alguna oportunidad, necesitaba dinero para sobrevivir o para alguna emergencia, podía vender alguna de esas joyas.
Cuando llegó mi turno, yo también tuve mi parte: una pulsera, un prendedor con mi nombre grabado y algunas otras cosas pequeñas. Pero uno de mis tíos, a quien yo quería mucho, no podía comprarme algo de oro, ni siquiera una medallita. El me regaló un libro. Su título era La Biblia para niños. Su contenido abarcaba casi toda la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento, transcrita en un lenguaje más simple. Era un libro voluminoso, impreso en caracteres pequeños y con muy pocas ilustraciones en sepia. No parecía muy atractivo para una alumna de segundo grado. Sin embargo, lo leí del principio al fin en unas semanas, lo que era realmente una hazaña para una niña de esa edad. No pude dejarlo hasta que lo terminé. ¿Cuál era la razón de que ese libro despertara en mí tanto interés?
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