En El Verano de 1987, en mi lugar de trabajo se llevó a cabo una amplia remodelación, razón por la cual departamentos enteros se debieron mudar de un lugar a otro dentro del mismo edificio. Todos los empleados tuvieron que soportar mucho ruido y el polvo provenientes de la construcción, y realizar trabajo extra. Debido a eso, muy a menudo, varias personas estaban impacientes o irritadas.
Un día observé que en la parte posterior de mi cabeza se había formado un pequeño bulto. Al principio no le presté mayor atención, pero su tamaño fue en aumento y a menudo sentía una presión en la cabeza. La situación me obligó a decidir si tenía suficiente confianza en Dios como para apoyarme en El para la curación, o si iba a recurrir a la medicina. Me llevó cierto tiempo dar una respuesta definitiva.
La condición parecía amenazadora. Para superar el temor, mi esposa y yo oramos para volvernos más conscientes de la omnipresencia de Dios. Nunca tuve que faltar a mi trabajo. Una y otra vez recurrí a Dios a fin de lograr una mayor comprensión de El. Mi pensamiento estaba ocupado con las siguientes preguntas: “¿Cuántas veces he leído las curaciones que hay en la Biblia? ¿Creo verdaderamente en ellas? ¿Tengo fe en este Dios? ¿Tengo suficiente afecto y amor por El, el creador del hombre?”
Decidí llamar a una practicista de la Ciencia Cristiana para pedirle ayuda por medio de la oración. Nunca olvidaré las palabras serenas y amorosas de la practicista. Me dijo: “Hay una sola tarea que debemos realizar, y es alabar a Dios con alegría”. Me recordó que afirmara la divina plenitud y que alabara las obras de Dios; que expresara al hombre verdadero, mi único ser, y que me sintiera contento con la creación de Dios.
La curación no se produjo de un día para el otro. Había muchas cosas que debía rectificar y purificar en mi pensamiento. Yo tuve que reconocer que los demás en realidad son el hombre de Dios. Esto significaba incluir a mis superiores, a mis compañeros de trabajo, a los obreros de la construcción y a nuestros clientes, pues todos somos, en realidad, uno con Dios; no podía permanecer indiferente hacia ninguna de las personas.
En el momento en que parecía presentarse un desafío, me esforzaba por obedecer estas palabras escritas por Mary Baker Eddy en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras: “Sed firmes en vuestra comprensión de que la Mente divina gobierna y que en la Ciencia el hombre refleja el gobierno de Dios”.
Durante este período, una compañera de trabajo presentó su renuncia precisamente cuando en mi departamento había una gran escasez de personal. El jefe de personal me informó que era muy difícil conseguir gente que se ocupara de las ventas, especialmente en la línea de artículos que yo trabajaba. Me dijo que nadie había respondido a varios anuncios que él había colocado. Además me enteré de que un competidor que trabajaba mi misma línea de productos, iba a abrir próximamente un nuevo local de ventas.
Me había llegado la hora de aprender lo que significa apoyarse por entero en Dios. El criticar no me iba a servir de ayuda. En humildad, llegué a comprender las palabras de Cristo Jesús: “No puedo yo hacer nada por mí mismo” y “el Padre que mora en mí, él hace las obras” (Juan).
A medida que las semanas pasaban, se iba produciendo en mí un cambio espiritual maravilloso. Un domingo por la mañana me desperté particularmente temprano, con el deseo de levantarme y prepararme para la iglesia, pues en esa época era Segundo Lector. No obstante, no me sentía del todo bien y no sabía si iba a estar en condiciones de cumplir con mi obligación en la iglesia. Sentía en lo más profundo de mí como una pesadez semejante a una piedra que no se disolvía.
Tomé mi Biblia y la abrí en el libro del Génesis, en el pasaje donde se relata la lucha de Jacob en Jaboc; quisiera citar parte de uno de los versículos: “Y Jacob le respondió: No te dejaré, si no me bendices”. Con profunda y sincera humildad, oré a Dios para que me guiara. Y le pedí a Dios, encarecidamente, que me mostrase de alguna manera cómo lograr la curación.
Sentir la proximidad de Dios y escuchar Su respuesta, es algo maravilloso. Era como si una voz interior me estuviese diciendo claramente: “Ama a tus semejantes como a ti mismo. Perdónalos con todo tu corazón; no condenes a nadie”. En cuanto obedecí esta indicación dentro de mi corazón, instantáneamente me sentí libre. El amor que sentí dentro de mí destruyó la dureza que abrigaba.
Después de esta experiencia maravillosa sentí que había nacido de nuevo. Mi amor por Dios se hizo más profundo. Pienso que durante el servicio religioso ese domingo por la mañana cada uno de los concurrentes debe de haber sentido que Dios ama y sana a todos. Desde ese momento, el bulto disminuyó visiblemente.
Continué esforzándome por ver a todo lo que me rodeaba en su luz verdadera. Con respecto al local de mi competidor que mencioné, sentí de pronto el deseo de escribirle unas líneas con motivo de su inauguración. Así lo hice y pronto recibí una carta de agradecimiento muy cordial de parte del mismo dueño. Eso me trajo mucha alegría.
Unos días después, me llamó el gerente de personal. Me presentó a una señora que hacía tres días que había regresado a su ciudad natal, después de haber vivido dieciséis años en Canadá, y que necesitaba trabajo con urgencia. Su preparación respondía a nuestros requerimientos, por lo cual fue contratada de inmediato para mi departamento. En esto también tuve el privilegio de ver una nueva prueba de la provisión de Dios.
La curación del bulto iba progresando. Una mañana me desperté muy temprano con el pensamiento: “Las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios). Comprobé que ya no había más manchas rojas o costras en la cabeza y que todo había sanado sin dejar cicatriz.
Mi esposa y yo estamos sinceramente agradecidos por esta experiencia y curación. Repetidas veces hemos sentido el gozo de ser testigos de que Dios escucha nuestras oraciones y las responde.
Lucerna, Suiza