El Habia Estado a su lado casi cincuenta años. Tenían hijos, nietos, muchas alegrías; habían avanzado espiritualmente (¡y ocasionalmente habían retrocedido!), habían tenido crisis y aun disputas. Pero en el fondo ambos sentían el “amor verdadero” con plenitud.
Entonces, sin mucho aviso, él se fue. Luego de su fallecimiento, su familia y amigos le brindaron inolvidables muestras de aliento, cartas, llamadas telefónicas, invitaciones sociales. Su nieto fue a pasar el verano con ella. En algunas semanas pudo estar serena en público. Pero por dentro, estaba desconsolada, aun después de un año.
Como cristiana, esta mujer (una querida amiga mía) sabía que su marido estaba a salvo, que su vida era para siempre, porque Dios es eterno. De hecho, Dios era la Vida de su esposo. Aceptó sin titubear la promesa de la Biblia: “La dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”. Ella sabía que nada podría cambiar eso.
Sin embargo, ella no estaba muy segura acerca de su vida. Parecía triste, sin amor, con una soledad inexpresable. Perdió interés en comer y permanecía en su hogar la mayoría del tiempo. Entonces, repentinamente, una noche sufrió un ataque de fuertes dolores de estómago y no pudo comer. No pudo dormir, ni recostarse ni aun sentarse derecha. Por más de una semana, solo pudo tragar algunas cucharaditas de comida al día. Finalmente, pidió a un practicista de la Ciencia Cristiana que orara por ella.
Le dijo al practicista: “Puedo ver el amor de Dios por otras personas y por mi esposo. Pero no puedo sentir Su amor por mí”.
Ella y el practicista estuvieron de acuerdo en que esa era la verdadera necesidad. Su trabajo a través de la oración no solo era para sanar la alteración de un aparato digestivo. Era mucho más que eso. Era sentir el amor inagotable de Dios, quien se interesa demasiado por ella como para dejar que algo la destruya. Era reconocer que ella era la verdadera imagen de Su amor, espiritual, intacto, completo, libre.
Pensaron sobre una estrofa de un poema de Mary Baker Eddy: “Su brazo nos rodea con amor”. Ese abrazo que nos rodea de amor significaba que, en realidad, mi amiga nunca podía estar sola. El amor de Dios estaba siempre envolviéndola, y a todos los preciosos hijos de Dios.
El reconocer esto tuvo un apacible efecto en mi amiga. Comenzó a sentirse en su hogar abrazada por Dios. Y, por primera vez, desde el fallecimiento de su esposo, se sintió verdaderamente amada. Comenzó a comer otra vez, y a los pocos días, estaba completamente sana.
Ahora, usted podría estar pensando: “Bueno, quizás el sentir el amor de Dios sea suficiente para aquella mujer. Pero, ¡yo quiero a un hombre (o a una mujer) en mi vida, ahora! Alguien con quien compartir cosas al final del día, alguien que cuide de mí de una manera especial”.
Pero, ¿de dónde viene este cuidado, este consuelo amoroso, sino de Dios? Dios es Amor. ¿Acaso Dios, que conoce nuestras necesidades mucho mejor que nosotros mismos, no puede enviarnos todo el amor que realmente necesitamos?
Entonces, el tratar de suponer de qué manera llegará el amor de Dios a nosotros solamente limitará nuestra habilidad de percibir ese amor. El amor de Dios es infinito, y ¡nadie puede delimitar el infinito! Cuando pensamos sobre ello, el hecho de decir a Dios qué tipo de amor queremos, ¡reduciría a nuestro Padre-Madre omnisapiente al nivel de un confundido humano que trata de manejar un no muy exitoso servicio de citas!
Una de las maneras de describir los continuos mensajes de amor que Dios nos envía, es llamarlos “ángeles”, como la Biblia a menudo lo hace. Los ángeles de Dios no son, por supuesto, las criaturas con alas blancas que vemos en los árboles de Navidad, aunque ésa es la manera en que los artistas acostumbran a representarlos. Los ángeles nos dicen que Dios nos ama. Ellos nos hacen sentir un profundo amor por Dios, y por todos Sus hijos. La Sra. Eddy en una oportunidad describió en Escritos Misceláneos el efecto de los ángeles, de esta manera: “Cuando nos visitan ángeles, no oímos el ruido apacible de alas, ni sentimos el suave toque del emplumado pecho de una paloma; pero reconocemos su presencia por el amor que despiertan en nuestros corazones. ¡Oh, que sintáis este toque! — no se trata del apretón de manos, ni de la presencia de algún ser querido; es más que esto: ¡es una idea espiritual que ilumina vuestro camino!
La Biblia nos promete “la compañía de muchos millares de ángeles”. Ellos están dondequiera que Dios esté ¡en todas partes!, y en cualquier parte que nosotros nos encontremos. Tal vez les cerremos la puerta a estos dadores de ideas cristianas y sanadoras del Cristo. Pero a pesar de todo, ellos siempre están con nosotros, listos para bendecirnos tan pronto como los dejemos entrar. Llegan en infinita variedad de formas, en el afecto de un amigo, en un momento de éxtasis en un concierto de jazz, o en un profundo sentido de que Dios está con nosotros. Y llegan muy a menudo en formas sorpresivas.
Uno de esos inesperados ángeles llegó a mí algunos meses atrás. Debido a nuestros compromisos profesionales, mi esposo y yo estábamos viviendo temporalmente en dos ciudades distintas. Naturalmente, apreciábamos mucho nuestros fines de semana juntos. Pero el tener que despedirnos al terminar el fin de semana no siempre era fácil.
Un domingo por la tarde, cuando el autobús del aeropuerto paró para recoger a mi esposo, nos esforzamos por mantener la sonrisa y nos demoramos hasta el último segundo despidiéndonos. Finalmente, el conductor le dijo a mi esposo que tenía que subir al autobús. Justo entonces, un paternal portero irlandés que estaba observándonos dijo con su marcado acento: “Que Dios los bendiga a ambos”. Solo unas pocas palabras, pero ellas transmitían tal compasión que mi esposo y yo sentimos el amor de Dios allí a nuestro alcance.
No tenemos que rogar a Dios para tener a alguien a quien podamos amar. No necesitamos fantasear sobre el romance, o la amistad, para terminar con nuestra soledad. El Amor divino es nuestro ya, en nuestra relación uno-a-uno con Dios. Y todo el amor que podamos sentir por alguna persona nunca se podrá comparar con ese amor. Es el amor más verdadero que podemos llegar a conocer.