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Al Finalizar las vacaciones...

Del número de mayo de 1993 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Al Finalizar las vacaciones de verano, cuando regresábamos a Lisboa en auto desde una playa en España, mi madre se sentía cansada y el perro hacía mucho ruido. En un momento dado mi madre detuvo el automóvil para que mi amigo Pedro y yo dejáramos de alborotar con el perro en el asiento trasero. En Portugal sólo se puede viajar en el asiento delantero si uno es mayor de doce años, así que mi amigo se pasó adelante.

Luego, cuando mi madre trató de poner el auto en marcha, éste no arrancó, así que se bajó y se sentó a llorar, diciendo que estaba cansada, que el auto seguía sin arrancar y que además estábamos a cinco kilómetros del pueblo más cercano. Entonces oré a Dios. Casi al instante apareció un hombre que nos preguntó qué era lo que ocurría. Mi madre le explicó que el auto no arrancaba, pero él logró ponerlo en marcha. Le agradecimos su ayuda y continuamos nuestro viaje. ¡Yo sabía que Dios había cuidado de nosotros!


En el viaje de regreso de España, me sentía muy cansada y como viajábamos por un camino con muchas curvas, tenía que concentrarme en el camino. En un momento dado decidí separar a los muchachos y poner a uno de ellos en el asiento delantero, así que tuve que detener el automóvil.

Cuando traté de ponerlo en marcha nuevamente, el contacto del encendido no funcionaba. Entonces el pánico se apoderó de mí. El camino estaba desierto, con unas aldeas alejadas entre sí; además no circulaban vehículos por allí. Nos encontrábamos justo en la frontera entre los dos países. Me senté en el borde del auto con la cabeza entre las manos y sin poder orar. ¡Realmente estaba desesperada!

Los dos muchachos, alumnos de la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, oraban en silencio afirmando la omnipresencia de Dios. Mi hijo se me acercó y cariñosamente me recordó que Dios estaba allí mismo con nosotros. Yo podía escuchar a Pedro repetir el Padre Nuestro. Poco a poco mi corazón se serenó, dispuesto a escuchar el mensaje del Padre, el Amor divino. Aun así, a todos nos sorprendió mucho ver que un hombre en un auto muy viejo apareció como por encanto y se detuvo como si hubiera sido enviado.

Se bajó del auto, se arremangó las mangas de la camisa y nos preguntó: “¿Cuál es el problema?” Al poco rato, logró poner el auto en marcha. Demás está decir que nos sentimos muy agradecidos y de hecho esta prueba del cuidado de Dios se transformó en una guía para todos nosotros, especialmente porque fueron los muchachos los que demostraron el poder de la oración; ellos fueron protagonistas activos y no simples espectadores.

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