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Lo que se necesita para ganar

Del número de mayo de 1993 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


El Entrenamiento había sido desastroso. Ninguno de sus saltos había salido bien. Y el más importante de todos en su lista — el salto mortal de dos vueltas y media atrás— fue un fracaso todas las veces que lo intentó. Mientras se secaba se enojó con el entrenador, con su papá y con el implacable calor de Texas.

El “Campeonato Nacional de Saltos Ornamentales por Categoría de Edad” había empezado bastante bien dos días antes, cuando salió segunda en la competencia de un metro de distancia y hasta dieciséis años de edad. Sin embargo, en la competencia del día anterior había fracasado en un salto fácil y, aunque parecía que iba a ganar, ¡llegó décimotercera! Ahora parecía que se encaminaba hacia la misma clase de desastre en la competencia de esa tarde, la prueba de salto desde la plataforma de diez metros. Se sintió derrotada aun antes de empezar.

Faltaban un par de horas para que comenzara la prueba, y ella y su padre entraron al vestuario para tranquilizarse y charlar un poco. Al principio se sintió con más deseos de llorar que de escuchar a su padre mientras él trataba de darle ánimo. “¿Para qué salir a hacer el ridículo¿ le dijo entre lágrimas. “Voy a perder otra vez”.

El no supo qué responderle, de modo que simplemente oró y se quedó callado por un rato. Entonces le llegaron pensamientos que supo con seguridad que eran de Dios. Y los compartió con ella.

“Las cosas no tienen que ser como resultaron ayer o en la práctica de esta mañana”, le dijo. “Has competido por todo el país. Has practicado caso todos los días durante diez años. Y durante todo ese tiempo tus saltos han sido una manera especial de demostrar tu amor a Dios, de sentirte cerca de El, de expresar Sus cualidades. Entonces ¿cómo ahora — de repente, aquí en Woodlands, Texas— todo eso va a cambiar? ¿Acaso es posible que Dios te haya olvidado? ¿Acaso puedes repentinamente perder la habilidad de expresar Su amor, precisión y gracia? Por supuesto que no”.

La joven atleta (que es alguien a quien quiero mucho) pensó sobre lo que acababa de escuchar, y dejó de llorar. Después realmente esperó con interés la competencia de la tarde. De alguna manera supo que Dios estaría con ella — como lo estaba siempre— y con todos.

Durante la competencia consideró cada salto en forma individual. Y pasó las largas esperas que hubo entre uno y otro salto apoyándose en la proximidad de Dios. Cuando le llegaba el turno de saltar, solo pensaba en expresar el amor que sentía por Dios y por los cientos de personas reunidas alrededor de la gran piscina, que aclamaban con entusiasmo a los atletas.

Y los resultados fueron maravillosos. Todos los participantes tuvieron un buen desempeño. Aunque mi amiga casi no prestó atención a los tantos durante el encuentro, descubrió al final que había ganado la medalla de plata, apenas a unos pocos puntos del primer puesto. ¿Y el salto mortal que no pudo lograr por la mañana? En las palabras de su entrenador: “Fue el salto más destacado del encuentro”, ¡casi perfecto!

¿Acaso este cambio radical fue simplemente algo del momento? ¿Acaso mi amiga se levantó psicológicamente por esa charla consoladora? No. Aquí intervino la ley divina. Una ley que ella iba a probar una y otra vez durante su carrera como la atleta ganadora de tres certámenes de saltos a nivel universitario, “All-American diver”, y como miembro del Equipo de Saltos Ornamentales de los Estados Unidos. Era como si estuviera respondiendo a un “llamado” de su Padre-Madre Dios. Un llamado para que ella fuera más allá de la serie de equivocaciones, capacidad física y peculiaridades de carácter que todos parecemos tener, y expresara en mayor medida su identidad real ilimitada, como la hija de Dios que no tiene defecto alguno.

Ese llamado no es otra cosa que el Cristo, que de por sí nos está llamando, un mensaje directo de Dios desafiándonos a alcanzar una meta más elevada que la que alguna vez hayamos podido imaginar para nosotros: la expresión misma de la perfección. Un escritor del Nuevo Testamento describe su propio llamado vívidamente con estas palabras: “Hermanos,. .. una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”. Filip. 3:13, 14.

Ocasionalmente todos tenemos derrotas (y a veces, un lote bien abundante). Tal vez una relación que terminó, o un proyecto muy promisorio que falló, o una enfermedad que persistía. Pero el fracaso de hoy es en realidad la promesa del mañana si logra que reorientemos nuestras metas hacia Dios. Y este cambio de enfoque es una oración de por sí, que trae consigo esperanza y curación. Tal como lo escribe la Sra. Eddy en Escritos Misceláneos: “La experiencia es el vencedor, jamás el vencido; y de la derrota surge el secreto de la victoria”.Esc. Mis., pág. 339.

Después de todo, ¿qué significan los logros atléticos? ¿Simplemente ser el primero en cruzar la meta, lograr la mejor marca o el mayor puntaje? El Comité Olímpico Internacional de 1988 no pensó de ese modo.

Muchos de nosotros recordamos el penoso momento cuando el Comité le quitó la medalla de oro a un finalista por haber usado drogas como reconstituyente corporal antes del certamen. Tanto ellos como muchos de los atletas presentes emitieron un mensaje muy profundo expresando que las Olimpiadas no tratan sobre los triunfos de las drogas modernas sino los triunfos del espíritu humano.

Estos triunfos del espíritu hacen saltar nuestros corazones cuando presenciamos momentos emocionantes de certámenes atléticos, ceremonias de graduación, importantes producciones teatrales. Precisamente, en abril, presencié esa explosión de entusiasmo toda una tarde cuando los corredores del Maratón de Boston en constante movimiento, pasaban delante de la ventana de mi departamento dirigiéndose a la línea de llegada que estaba a una cuadra de mi casa. En efecto, los corredores que eran los primeros en llegar recibieron grandes ovaciones. Pero también las recibieron los que participaban en sillas de ruedas y todos los que llegaron último. Aun siete horas después que los primeros corredores habían llegado a la meta, la multitud seguía aclamando a los rezagados, que se esforzaban por lograr un triunfo personal tratando de llegar a la meta.

¿Qué es lo que hace posible esas victorias? Para muchos es el acto generoso de llegar más allá de lo humano a lo divino; de vencer las limitaciones materiales y ver la realidad espiritual de nuestro ser por ser los hijos de Dios. ¿Y de qué otra manera podemos trascender nuestro limitado potencial personal si no es llegando a la fuente infinita de todo potencial, Dios? El verdadero triunfo cristiano consiste en utilizar los recursos espirituales de Dios para glorificarlo a El. Esta clase de victoria es nuestra victoria interior y espiritual, a pesar de lo que digan los resultados finales. Nadie nos la puede quitar porque está a salvo, arraigada en Dios. Como lo ejemplifica un escritor del Nuevo Testamento: “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús”. 2 Cor. 2:14. Puesto que Dios es nuestro para siempre, todos tenemos lo que se necesita para ganar.

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