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“¿Quién soy yo?”

Del número de mayo de 1993 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando Yo Era adolescente no me era fácil determinar “¿Quién soy yo?”. Era una pregunta que yo trataba de eludir. A veces sabía a quién quería parecerme, pero generalmente eso distaba mucho de quien yo pensaba que era. Hubiera preferido dejar de lado la pregunta, pero la vida me obligaba a que me la planteara y que decidiera qué quería hacer en la vida, quién quería ser.

Los períodos de cambio hacen resurgir en nosotros el cuestionamiento sobre nuestra identidad. Un cambio de trabajo, mudarse a otra zona, casarse, divorciarse, son hechos que parecen causar una revaloración de nuestra identidad. A menudo estos cambios suscitan inseguridad. Quisiéramos que nuestra identidad no fuera transitoria. La gente quiere tener raíces, estabilidad, algo seguro.

Aunque vivimos en una era científica, las ciencias naturales no son de gran ayuda en la búsqueda de nuestra identidad. Saber que estoy compuesto de un 70% de agua no hace que yo duerma mejor. Ni me siento más seguro al pensar que soy un modelo genético creado al azar. La noción de que soy un mamífero del género Homo sapiens tampoco resuelve la cuestión.

A lo largo de este siglo, algunos pensaron que la ciencia desplazaría a la religión, pero no ha sido así, pues la ciencia no puede dar respuestas a los aspectos básicos como los que aquí se plantean. Buscamos algo más. Sabemos que nuestra identidad no es como esas mariposas disecadas que ponemos en una caja.

Es bueno destacar que la palabra identidad viene de la raíz latina idem, que significa “semejante a”. Este concepto de “semejanza” es clave para descubrir quiénes somos. Si creemos que la causa primaria del ser es la materia o la biología, entonces creemos que somos semejantes a eso, es decir, materiales y biológicos. Si creemos que la causa primaria es Dios, o sea, el Espíritu, entonces creemos que somos semejantes al Espíritu, Dios, y por ende, espirituales. Reflejamos aquello que origina nuestro ser.

Cuando reconocemos que el Espíritu es la causa primaria, estamos declarando que la naturaleza y el carácter de todo lo que existe son espirituales. Algunos tal vez puedan pensar que eso significa estar alejado de este mundo, pero no es así. Espiritual implica bondad, inmutabilidad, integridad, perfección, belleza, armonía, salud, actividad. Cuando encontramos nuestra identidad en el Espíritu, manifestamos esos atributos; percibimos más de esa individualidad que el Espíritu crea y mantiene.

El Espíritu, Dios, no tiene asociación ni vinculación alguna con la materia. Lo divino no se expresa a través de la materia ni necesita de su ayuda. No existe ni un solo punto de coincidencia entre la materia y el Espíritu. Como Jesús le explicó a un visitante llamado Nicodemo: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Juan 3:6. Si nos detenemos un instante a pensar en esto, hallamos que está estrechamente relacionado con el tema de nuestra identidad. Cuando los cristianos reconocen plenamente lo que implica la afirmación de Cristo Jesús, y lo acepta, comienza a nacer de nuevo, a encontrar un nuevo y permanente sentido de identidad.

El estudiante de la Ciencia Cristiana puede replantearse la pregunta “¿Quién soy yo?” a “¿Qué soy, la semejanza de la materia o del Espíritu?” Si nuestra respuesta es que somos la semejanza del Espíritu, entonces tenemos que llegar a la conclusión de que nuestra identidad no está definida ni por nuestra raza, ni por nuestro empleo, ni por la persona con quien nos casamos, ni por el origen de nuestra familia, ni por el lugar donde vivimos, ni por nuestras amistades, ni por nuestros logros humanos. Tampoco define nuestra altura, peso, color de ojos o de cabellos, nuestro estado de salud o el tipo de sangre que tenemos. A primera vista, la perspectiva de destruir esas pautas puede parecer aterradora, y dejar un profundo vacío. Pero aunque teóricamente parezca ser así, la experiencia demuestra lo contrario.

Cuando comprendemos que el ser mismo del hombre es el reflejo del Espíritu, hemos discernido la sustancia eterna de la identidad del hombre. Si sentimos la necesidad de descubrir nuestras raíces, estudiamos la naturaleza de Dios, nuestro Hacedor. La verdadera identidad del hombre, la idea compuesta de Dios, expresa perfección, bondad, sabiduría, la plenitud de la gloria de Dios. El propósito del hombre es dar testimonio de la presencia y el poder del Espíritu. El hombre es tan permanente y eterno como Dios. El reflejo del Espíritu, la identidad eterna del hombre, incluye la gama completa de la divinidad. Todo lo puro, todo lo bueno, todo lo sabio, todo lo excelente es parte de la sustancia del hombre.

Cuando la gente reconoce esto, está respondiendo a Dios, quien da significado a su vida en este preciso momento. Ellos obtienen la habilidad espiritual para llevar armonía y curación a la humanidad. Perciben claramente que el propósito de su vida es servir a Dios y glorificarlo. Podemos hacerlo en el salón de clase, en la casa, en la oficina, en el gimnasio. Perdemos el orgullo que nos hace creer que nuestra vida depende totalmente de nosotros. Nos vemos libres de la inseguridad que nos induce a ser como los demás. En lugar de eso, aprendemos acerca de nuestra relación con Dios, lo que, a su vez, nos confiere nuestra individualidad, nos da verdadera seguridad y nos permite conocernos a nosotros mismos verdaderamente.

La realidad espiritual de nuestra identidad es que el hombre es la expresión individual del Espíritu. El hombre creado por el Espíritu no está formado por un molde, como las galletas; no es producido en serie ni se reproduce genéticamente. La naturaleza infinita del Espíritu se manifiesta en la infinita diversidad de su creación, el hombre. Cada uno de los hijos de Dios es igual en calidad, con iguales posibilidades de acceder a la bondad de Dios. No obstante, es maravillosamente singular en el propósito, o reflejo, de Dios. Experimentamos esta bendición a medida que nos despojamos de nuestro antiguo concepto de identidad y aceptamos el nuevo.

En una antología de las obras que ella escribió con anterioridad titulada Escritos Misceláneos, Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, explica: “La renuncia a todo lo que constituye el llamado hombre material, y el reconocimiento y realización de su identidad espiritual como hijo de Dios, es la Ciencia que abre las compuertas mismas del cielo; de donde fluye el bien por todos los cauces del ser, limpiando a los mortales de toda impureza, destruyendo todo sufrimiento, y demostrando la imagen y semejanza verdaderas”.Esc. Mis., pág. 185.

Si esto no nos alienta a buscar la respuesta espiritual a la pregunta “¿Quién soy yo?”, es difícil imaginar qué podría inducirnos a hacerlo.

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