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“Venid y ved”

Del número de mayo de 1993 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando Los Discipulos Simón y Andrés conocieron a Jesús, le preguntaron al Maestro: “¿Dónde moras?” Siempre me ha gustado la respuesta que les dio: “Venid y ved”. Juan 1:38, 39. Al viajar continuamente de pueblo en pueblo, Jesús no tenía una casa terrenal fija que Simón y Andrés pudieran “veni[r] y ve[r]”. Me parece que sus palabras les presentaron a estos primeros seguidores el desafío de descubrir por sí mismos que la morada habitual de Jesús era estar consciente del cuidado de Dios, el reino de los cielos dentro de sí mismo.

Esta invitación de ir a visitar el hogar espiritual de Jesús aún se extiende a todos los que desean seguirle. Cada uno de nosotros está libre de poner sus pies en el camino recto y angosto que guía a la “casa no hecha de manos”, 2 Cor. 5:1. como describe Pablo a la consciencia del Cristo en una carta a los Corintios. Este “lugar” donde Jesús vivía comprende el reconocimiento constante de la presencia de Dios y del amor constante que siente Dios por el hombre de Su creación espiritual.

Para el sentido humano limitado de las cosas, el reconocimiento del ser totalmente espiritual del hombre y su inseparabilidad de Dios representa la venida del Cristo. En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud, la Sra. Eddy dice que el Cristo es “la verdadera idea que proclama el bien, el divino mensaje de Dios a los hombres que habla a la consciencia humana”.Ciencia y Salud, pág. 332. Este mensaje trae un bienestar espiritual enorme que nos permite ver que el hombre de Dios — la verdadera identidad de cada uno de nosotros— no está envuelto en la materialidad, sino que vive, como dice la Biblia, “escondid[o] con Cristo en Dios”. Col. 3:3.

Sin embargo, a veces parecería como si los lugares donde moramos estuvieran llenos de problemas sin resolver. Los cinco sentidos físicos sin duda sugieren con insistencia que vivimos en un universo material discordante. La paz y armonía que caracterizan al Cristo parecen inalcanzables, o en el mejor de los casos, muy lejanos. Podemos sentirnos tan envueltos en nuestros problemas que ni siquiera oímos la invitación de “venid y ved”.

Hace poco tuve una experiencia de este tipo. Había viajado a otro estado para cuidar a tres niños pequeños mientras sus padres se tomaban unas vacaciones muy bien merecidas. Inmediatamente fue muy obvio que dos miembros de la familia tenían gripe. Atender a las necesidades de la familia se volvió un trabajo de tiempo completo cuando dos de los pequeños insistían en dormir conmigo cada noche. No pasó mucho tiempo antes de que yo también me empezara a sentir enferma.

Mientras descansaba en mi cama una noche, elevé mi oración a Dios. Muchas experiencias anteriores en la Ciencia Cristiana me habían enseñado a no aceptar que la evidencia de los sentidos físicos era un hecho inamovible por más agresiva que pueda parecer esa evidencia. Yo sabía que tenía que rechazar vigorosamente la sugestión de que los gérmenes de enfermedad o las bacterias de la gripe podían andar desenfrenados por toda la casa.

“Esta no es una casa de enfermedad”, declaré con firmeza. “Esta es la casa de Dios”. Las palabras casa de Dios me hicieron recordar el último verso del Salmo veintitrés. Recordé la manera en que la Sra. Eddy aclara espiritualmente este versículo en Ciencia y Salud: “Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa [la consciencia] del [Amor] moraré por largos días”.

Estas palabras de consuelo me recordaron de inmediato dónde vivo en realidad, en ese mismo instante y siempre. No necesité luchar para salir de un lugar material inarmónico y entrar a la presencia de Dios, porque en verdad, como imagen de Dios, nunca puedo estar separada de El. Ni tampoco tenía que tratar — de manera desesperada— de invitar a que entrara en mi pensamiento un Dios lejano, puesto que Dios ya nos ha dado la consciencia verdadera del hombre. De repente y con claridad vi que estaba en la Mente que es Dios, no al revés. No necesitaba pedirle a Dios que viniera a visitarme, que hiciera acto de presencia en mi precaria circunstancia humana, para que hubiera salud en vez de enfermedad en esa casa. Al contrario, me di cuenta de que todos estamos ya seguros y bien a Su cuidado. Yo había “venid[o] y v[isto]” la consciencia del Cristo y estaba segura de que Dios nos conocía, nos amaba, y nos proveía de todo bien incluso la buena salud.

Este fue el final de la gripe. Además, a partir de esa noche, los niños se alegraron de quedarse en su cama. La curación y armonía vinieron cuando reconocí que todos moramos donde Jesús moró: en la consciencia del Amor, para siempre.

Tú también eres capaz de responder a esa tierna pero desafiadora invitación de “venid y ved”.

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