Llego La Hora de cenar y nuestra hija, de dos años de edad, nuevamente no quería comer sus verduras. Le pedí que comiera los frijoles, pero ella se negó y pidió una galletita.
“Si no comes los frijoles, no te doy postre”, le dije. Ella se quejó y empezó a enfadarse. Pero me quedé inmóvil, decidido a que ella terminara la cena. Pronto hizo un alboroto. Decidí salir de la habitación y orar en busca de una solución.
Nuestra lucha por imponer nuestra voluntad no había producido nada más que infelicidad y rencor. Y mientras oraba, empecé a preguntarme si era tan importante que ella comiera sus frijoles esa noche después de todo. ¿Acaso no era más sencillo olvidar todo lo ocurrido y darle una galletita?
Pude percibir que la verdadera cuestión no era lo que ella comiera, sino que aprendiéramos a trabajar juntos en armonía. Habíamos estado actuando en dos direcciones opuestas. Yo pensaba que ella debía comer sus verduras, y ella no pensaba lo mismo. Necesitábamos hallar un punto de coincidencia.
Yo sabía por mi estudio de la Ciencia Cristiana que sólo hay una Mente, un solo Dios. El hombre no existe en su propio mundo con su propia mente. El hombre es el linaje de Dios y es responsable ante El. El hombre es parte de un gran todo en el cual todo funciona junto en armonía.
Me di cuenta de que mi hija y yo somos hijos de la única Mente, Dios. En lugar de pensar que yo sabía lo que era correcto y ella necesitaba aprender de mí, su padre, pude apreciar su habilidad para escuchar y obedecer las instrucciones de Dios. Esto, no obstante, no infringía mi autoridad paternal, sino que la fortalecía al ponernos a ambos bajo la autoridad de Dios, nuestro Padre divino. Decidí escuchar más a Dios, y menos a mí mismo, para saber qué necesitábamos hacer.
Recordé que la Sra. Eddy había descrito Mente en su libro Ciencia y Salud. Una frase en particular fue importante para mí: “la Deidad, que delinea pero que no es delineada”.Ciencia y Salud, pág. 591. Percibí que yo podía depender de Dios para delinear correctamente los actos de mi hija. Yo necesitaba resistir la tentación de meterme y tratar de hacer el trabajo que le corresponde a El.
Al intentar obstinadamente que mi hija hiciera las cosas a mi manera, yo había errado. Podía apoyarme confiadamente en la Mente que lo sabe todo para que la guiara y la inspirara amablemente a hacer lo que era correcto. Y podía poner a un lado mi obstinación y confiar a Dios el resultado.
Puse todo el incidente de los frijoles y la galletita en las manos de Dios. No tenía que sentirme personalmente responsable de los hábitos alimenticios de mi hija. Recurriendo a la oración, al Padre Nuestro que nos dio Jesús, oré: “Hágase tu voluntad”. Mateo 6:10. Me tranquilicé.
Absorto en la oración, no había notado que mi hija había entrado en la habitación. De pie a mi lado, todavía llorando, estaba pidiendo algo: “Dame los frijoles, por favor”. Yo no estaba seguro si estaba escuchando bien. Entonces le di un poco de frijoles. Sonriendo y moviendo la cabeza en señal de aprobación, dejó de llorar y los comió como si fueran helado.
Toda la desdicha y el resentimiento habían desaparecido. Ella estaba encantada de que se le hubiera dado la oportunidad de terminar su comida. Con esta curación, desapareció toda la serie de episodios similares.
Yo estaba muy feliz de darle una galletita. Y he aprendido mi lección de que obedecer a Dios es lo correcto para todos.