Si Tuviera Que describir a un amigo mío, lo haría de la siguiente manera: Es una persona que se pone muy contenta cuando ayuda a la gente, especialmente a aquellos que no han tenido muchas oportunidades y que necesitan sentir más confianza. Le gustan los arroyos, ríos y lagos. Trata de escuchar a todos aunque no esté de acuerdo con lo que se esté diciendo. Su mejor esfuerzo es el único esfuerzo que realmente conoce. Le agradan las rosetas de maíz acarameladas. Se ríe de sí mismo hasta que se le caen las lágrimas. Recuerda muchos detalles y hechos que son muy importantes para él. Su dedicación a la tarea que ha elegido es tan consagrada que con sólo mirarle la cara uno puede ver que resplandece.
Si bien la impresión que ustedes pudieron formarse de él es parcial, podría tal vez parecerse a la de uno de sus amigos. El mundo que nos rodea está lleno de gente, gente que podría describirse de diversas maneras. Los documentos de identidad y las licencias para conducir muestran la altura, el peso, el color del cabello y el de los ojos. Pero la gente que conocemos bien son mucho más que eso para nosotros. Se habrán dado cuenta de que no incluí ninguna de esas características en la descripción de mi amigo. No obstante, ustedes saben mucho más acerca de él que si yo les hubiese proporcionado sólo esos datos estadísticos.
Es posible mirar a la gente, e incluso a nosotros mismos, con ojos que no ven al hombre mezclado con nada material. En un mundo embelesado con el cuerpo, la musculatura y la belleza física — que depende de hábitos alimenticios, aparatos para hacer gimnasia, cirugía plástica, ansiedad y frustración —, es bueno ampliar y cambiar nuestro punto de vista y ver la verdadera naturaleza espiritual de la gente.
¿Qué es lo que nos capacita para ver más allá de lo que tenemos delante y percibir la naturaleza genuina de otra persona? Cristo Jesús dijo una vez: “.. . sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis!” Mateo 16:3. El claramente reconoció la importancia del discernimiento espiritual. Precisamente esto es lo que nos capacita para percibir la naturaleza espiritual de otra persona y así llegar a comprender su verdadera identidad. Pero esta identidad verdadera no es el carácter humano ni la personalidad mortal, sino la semejanza de Dios.
Esta habilidad de percibir no es personal sino un reflejo. Dios, la única Mente divina, conoce a Su creación, el hombre y el universo espirituales. Esta Mente, por reflejo, es nuestra Mente verdadera. Ella expresa en nosotros la percepción y la inteligencia espirituales que ven al hombre a imagen de Dios.
Esto es ver espiritualmente; es lo que sana el pecado y la enfermedad y hasta puede ver más allá del proceso llamado muerte. En la Biblia a algunas personas que demostraban estas características se las llamaba profetas. Si nosotros cultivamos esta intuición espiritual reflejada que ve la verdad del hombre, también somos como ellos. La interpretación metafísica de la palabra profeta en el Glosario del libro Ciencia y Salud por la Sra. Eddy dice así: “Profeta. Un vidente espiritual; la desaparición del sentido material ante la consciencia de las realidades de la Verdad espiritual”.Ciencia y Salud, pág. 593.
En la actualidad es importante ver a la gente tal cual es. No hay nada más necio que la tendencia de limitar el potencial de alguien debido a su raza, sexo, apariencia o edad. Si realmente queremos lo mejor para nuestro mundo, debemos aprovechar todas las formas en que la gente puede colaborar y no valerse únicamente de las de aquellas personas que tienen cierta apariencia en particular. Siempre es reconfortante escuchar a alguien que piensa de la individualidad en otros términos que en los meramente físicos. Desde Hollywood, donde se rinde culto al cuerpo, tenemos unas palabras alentadoras de Lillian Gish, una actriz involucrada con el cine casi desde sus comienzos. En 1975, dijo en una entrevista: “Nunca me preocupé por ser una diva. Quería ser actriz. Cuando aparecía en las películas, no me importaba mi aspecto exterior.. . Yo quería crear belleza sólo cuando era necesario; es algo interior. Pero si lo que se tiene es únicamente la fachada, eso no es interesante”.
Lo físico y lo material son una fachada. No tienen nada en común con el hombre de la creación de Dios. El hombre de Dios no depende de lo físico para desarrollar su potencial, no envejece volviéndose inservible, no cae de la gracia. La identidad genuina del hombre no es corpórea. El hombre es la semejanza espiritual de la Mente divina. La materia no es la manifestación de la Mente. El hombre espiritual es la expresión ilimitada de la Mente. Separado de la Mente divina, el hombre no podría existir. Sólo la Mente divina, el Alma pura, proporciona al hombre belleza y fortaleza perpetuas. Podemos probar esto cada vez más a medida que estemos dispuestos a apartarnos de lo físico. “La Mente inmortal alimenta al cuerpo con frescura y belleza celestiales, impartiéndole bellas imágenes de pensamiento y destruyendo los sufrimientos de los sentidos, que cada día se acercan más a su propia tumba”, afirma Ciencia y Salud. Ibid., pág. 248.
Cuando observo a otras personas, me da mucha satisfacción discernir espiritualmente su verdadera identidad. Es una alegría poder distinguir más allá de la materia y lo físico y ver el maravilloso reflejo de la Mente divina. Hay mucho para ver y mucho para aprender acerca del linaje inmortal de Dios. La Sra. Eddy escribe: “Los hombres y mujeres inmortales son modelos del sentido espiritual, trazados por la Mente perfecta, y reflejan aquellos conceptos más elevados de belleza que trascienden todo sentido material”.Ibid., pág. 247. La Mente divina conoce a Su creación. Mediante la intuición espiritual que todos reflejamos, nosotros también podemos conocerla.
