Cuando Los Discipulos Simón y Andrés vieron a Jesús por primera vez, le preguntaron: “¿Dónde moras?” El les respondió: “Venid y ved”. Juan 1:38, 39. Siempre me encantó esta respuesta. Como se trasladaba constantemente de una ciudad a otra, Jesús no tenía una casa permanente donde vivir que Simón y Andrés pudieran “ir y ver”. Me parece a mí que para estos primeros seguidores sus palabras representaron el desafío de descubrir que la morada habitual de Jesús era estar consciente del cuidado de Dios, el reino de los cielos dentro de él.
Esta invitación a conocer el hogar espiritual de Jesús, se extiende aún hoy a todos aquellos que deseen seguirlo. Cada uno de nosotros tiene la oportunidad de entrar por el camino recto y angosto que conduce a la “casa no hecha de manos”, 2 Cor. 5:1. como Pablo describe esta consciencia a la manera del Cristo en una de sus cartas a los Corintios. Esta “morada” donde Jesús vivía requiere estar permanentemente consciente de la presencia y el amor que Dios, el Espíritu, tiene para el hombre de Su creación.
El despertar a este reconocimiento enteramente espiritual del ser del hombre inseparable de Dios, representa la venida del Cristo al sentido humano y limitado de las cosas. En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, Mary Baker Eddy, Descubridora y Fundadora de la Ciencia cristianaChristian Science (crischan sáiens), dice que el Cristo es “la verdadera idea que proclama al bien, el divino mensaje de Dios a los hombres que habla a la consciencia humana”.Ciencia y Salud, pág. 332. Este mensaje nos aporta un gran consuelo espiritual, capacitándonos para ver que el hombre de Dios, la verdadera identidad de cada uno de nosotros, no está circunscrito a la materia, sino que vive, como lo expresa la Biblia, “escondi[do] con Cristo en Dios”. Col. 3:3.
No obstante, a veces pareciera que los hogares donde vivimos estuvieran llenos de problemas sin solución. Los cinco sentidos materiales sugieren por cierto con insistencia que vivimos en un universo material discordante. La paz y la armonía que caracterizan al Cristo parecen inalcanzables, o, a lo mejor, muy lejos. Podemos quedar tan atrapados en nuestras dificultades que ni siquiera oímos la invitación a “venir y ver”.
Hace poco pasé por una experiencia semejante a ésta. Viajé a otro estado para cuidar a tres niños mientras sus padres tomaban unas muy necesitadas vacaciones. Fue de inmediato evidente que dos miembros de la familia tenían gripe. El cumplir con los cuidados de la familia pasó a ser una tarea de veinticuatro horas al día, ya que dos de los pequeños insistían en dormir conmigo cada noche. Al poco tiempo, comencé a sentirme mal también.
Ya en la cama una noche, me volví a Dios en oración. Varias experiencias previas vividas en la Ciencia Cristiana me habían enseñado a no aceptar la evidencia de los sentidos físicos como un hecho inamovible, por más agresiva que fuera la evidencia física. Sabía que debía rechazar vigorosamente la creencia de que los gérmenes infecciosos o “microbios de la gripe” podían tener rienda suelta para afectar a la familia.
“Esta no es una casa de enfermos”, declaraba con firmeza. “Esta es la casa de Dios”. Las palabras casa de Dios me recordaron el último versículo bíblico del Salmo veintitrés. Recordé la luz espiritual que la Sra. Eddy proyecta sobre este versículo en Ciencia y Salud: “Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida; y en la casa [la consciencia] del [AMOR] moraré por largos días”.Ciencia y Salud, pág. 578.
Estas consoladoras palabras de inmediato me hicieron recapacitar donde estaba morando en ese preciso momento y siempre. No necesitaba luchar para salir de un lugar material inarmónico y entrar en la presencia de Dios, dado que en verdad, por ser Su semejanza, nunca podría estar separada de El. Tampoco tenía que tratar desesperadamente de atraer a un Dios lejano a mi pensamiento, puesto que la verdadera consciencia del hombre ya ha sido otorgada por Dios. De pronto percibí claramente que estaba en la Mente que es Dios, y no a la inversa. No tenía que pedir a Dios que viniera a verme, que apareciera y comprobara mis precarias circunstancias humanas, que trajera la salud en vez de enfermedad a este hogar. Me di cuenta, entonces, de que todos estábamos ya protegidos y bien bajo Su cuidado. Yo había “ido y visto” esta consciencia semejante a la del Cristo y tenía la seguridad de que Dios conocía nuestras necesidades, nos amaba, y nos proveía todo el bien, incluso la buena salud.
Ese fue el fin de la gripe. Además, desde esa noche en adelante, los niños estuvieron contentos de dormir en sus camas. La curación y la armonía vinieron con el reconocimiento de que todos moramos donde Jesús moraba: en la consciencia del Amor, para siempre.
Todos somos capaces de responder a esa tierna pero desafiante invitación a “ir y ver”.