Alas diez de la mañana del 24 de marzo de 1603 — pocas horas después de la muerte de la reina Isabel — el rey Jacobo VI de Escocia, heredero al trono británico, se convirtió en el rey Jacobo I de Inglaterra. A las pocas horas, integrantes de todos los círculos religiosos y políticos que deseaban hacerle llegar sus buenos augurios, se dirigieron velozmente hacia la frontera norte de Escocia para saludar al nuevo rey. Calvinistas, católicos romanos y anglicanos de posición intermedia, todos deseaban ser los primeros en felicitar al monarca y pedirle algún favor especial.
Jacobo no desilusionó a sus nuevos súbditos. La escena del rey y su séquito, trasladándose lentamente hacia el sur de Inglaterra, resultó ser una celebración maravillosa. Entusiasmado con su recién adquirida función real, Jacobo estaba encantado de conceder favores. Entre Edimburgo y Londres confirió más de trescientos títulos de caballero, otorgó centenares de cargos nuevos, concedió innumerables peticiones, y repartió incontables sumas de dinero y parcelas de tierra de la Corona.
Sin embargo, algunas de las peticiones que le fueron hechas a Jacobo no tenían posibilidad alguna de ser concedidas. Por ejemplo, los católicos que fueron severamente oprimidos bajo el reinado de Isabel pidieron al rey que les permitiera practicar libremente su religión. Y algunos puritanos radicales le solicitaron a Jacobo la separación de los obispos de la Iglesia Anglicana para introducir una organización democrática al estilo calvinista. Por lo tanto, sólo una de las numerosas peticiones religiosas que recibió Jacobo le pareció razonable: la “Petición Milenaria” de los puritanos.
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