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Dios cuida de nuestros hijos

Del número de octubre de 1996 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Artículo basado en una conversación que mantuvieron en el programa radial El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Christiane West Little es practicista y maestra de Ciencia Cristiana y Enrique Smeke es Redactor Jefe de esta revista. Las ideas que aquí comparten surgen de haber practicado esta Ciencia en sus propias vidas al criar y educar cada uno a sus hijos.

Al Final De un largo día de trabajo, cuando llegamos a casa y encontramos a los niños durmiendo, quizás pensemos cuánto nos hubiera gustado verlos despiertos y, por lo menos, haber podido darles el beso de las "buenas noches". Tal vez situaciones como éstas nos lleven a preguntarnos si estamos haciendo lo suficiente como padres, o si les estamos dando la atención que necesitan.

Pero situaciones como éstas también pueden ser una oportunidad para considerar cuánto Dios ya está haciendo por ellos — porque para Él todos los niños son valiosos — sin que esto quiera decir que no tengamos en consideración nuestras obligaciones como padres.

Los relatos bíblicos nos muestran esto. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, vemos que los niños eran considerados como la dádiva más grande que Dios podía dar al hombre, qué importantes eran para el pueblo hebreo y cuánto tenían para contribuir a la alegría de la familia.

En esos tiempos, si bien la madre comenzaba a enseñar a sus hijos cuestiones morales, a medida que los niños crecían eran los padres quienes se encargaban de seguir educándolos. Una de las tareas más sagradas del padre era la de darles una educación religiosa, que incluía la historia de los patriarcas y profetas así como el estudio de la Ley, basada en los Diez Mandamientos que Moisés había traído al pueblo.

Es interesante la historia del nacimiento de Samuel, considerado como el primero de los profetas bíblicos. Ana, su madre, había estado varios años sin poder concebir. En una oportunidad ella y su esposo fueron al templo a orar, y ella hizo un voto diciendo: "Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva y te acordares de mí y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida". Finalmente Ana da a luz, y honra a Dios al llamar a su hijo Samuel (Samuel significa en hebreo "nombre de Dios"), porque él había sido la respuesta a la oración de Ana. 1 Sam. 1:20.

Tiempo después, cuando Ana dejó de amamantar a Samuel (que ocurría con los niños de la época entre los dos y tres años de edad), fue nuevamente al templo para ofrecérselo al sacerdote Elí y dedicar su hijo a Dios por el resto de su vida. Samuel se quedó con Elí y fue su ayudante y estudiante. Es evidente que para Ana, Dios era la fuente de la vida y el bien, y poner al niño bajo el cuidado de Dios era darle todo lo mejor del mundo.

La Biblia nos dice más adelante que "el joven Samuel iba creciendo y era acepto delante de Dios y delante de los hombres". 1 Sam. 2:26. Y así Samuel fue un joven de gran visión espiritual y llegó a ser uno de los profetas más importantes. Por otra parte, Ana pudo tener cinco hijos más. De modo que Dios no la dejó sola, sino que la proveyó de compañía y apoyo.

Si bien Ana actuó de acuerdo con las costumbres de su época al poner a Samuel bajo el cuidado de un sacerdote (costumbre que hoy ya no se practica), poner a nuestros hijos al cuidado de Dios no es una cuestión del pasado. Hoy hacemos esto en nuestro corazón. Nuestra oración para comprender más ampliamente a Dios como Padre-Madre no ha perdido su vigencia. La relación inequívoca e indivisible de Dios con cada uno de nosotros, incluso nuestros hijos, manifestándose en dirección, protección y salud, es un hecho demostrable. Los niños son receptivos a las ideas que Dios imparte y para ellos es natural poder orar por sí mismos al Padre. Todos podemos pensar de ellos como ideas completas de la Mente divina, y que, por lo tanto, incluyen todo lo que es necesario para vivir. Esta identificación con la fuente espiritual y divina nos ayuda a dejar de lado el temor sobre el futuro o la salud de ellos, y así podemos cumplir con nuestras obligaciones como padres con más confianza y éxito.

Asimismo, podemos compartir con nuestros hijos las ideas que nos vienen al orar, teniendo presente que ahora mismo cuentan con la receptividad espiritual necesaria para comprender lo que les decimos, porque esta capacidad es otorgada por Dios y es independiente de la edad. Dios mismo se encarga de desarrollarla. Mary Baker Eddy, quien amaba a los niños entrañablemente, dice en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras: "Los padres debieran enseñar a sus hijos a la edad más temprana posible las verdades concernientes a la salud y a la santidad. Los niños son más dóciles que los adultos y aprenden más pronto a amar las sencillas verdades que los harán felices y buenos".Ciencia y Salud, pág. 236.

Por otra parte, no se puede forzar a que un niño crea en Dios y se apoye en Él. La espiritualidad se desarrolla en cada uno a un ritmo individual. La tarea de los adultos es la de encaminar a los niños para que ellos mismos encuentren su relación con Dios, y nada contribuye más a este fin como el ejemplo que los padres dan. Cuando los niños ven que sus padres recurren naturalmente a Dios al enfrentar las diferentes situaciones de todos los días, el niño también va a comprender cuán presente está Dios en toda situación. A medida que los niños se dan cuenta por sí mismos de su relación con Dios, comienzan a crecer espiritualmente, y dejan que Dios, a través de Su gracia, se haga cargo de su vida. Entonces, Dios mismo se expresa en dirección a través de sus sentimientos puros. No es necesario forzar a los niños para que lleguen a Dios, sino dejar que Dios se manifieste en ellos, porque Él está siempre disponible para hacerlo. También es importante tener presente que Dios no los ve a ellos o a nosotros como niños, adultos o ancianos, sino como Sus propias ideas expresando plenitud y madurez.

Las Escuelas Dominicales de la Ciencia Cristiana tienen un plan de primera línea para equipar a los niños con todo lo necesario para su desarrollo espiritual. Véase Manual de La Iglesia Madre, Art. XX, Sec. 1 y 2. En estas clases no se les dice a los niños lo que deben hacer, sino que se les da la oportunidad de aprender a orar y de que descubran por sí mismos, en la Biblia y en los escritos de la Sra. Eddy, las ideas que pueden poner en práctica en su vida para mantenerlos sanos y buenos. Esto está muy cerca de lo que significa la definición de educar, que implica sacar dentro de uno mismo lo que ya está allí, y no añadir algo desde afuera. Los niños no son como recipientes vacíos que hay que llenar. Los niños son, alguien dijo, como una candela que está presta para ser encendida.

Cristo Jesús valoró y amó mucho a los niños. Él dijo: "Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos". Mateo 18:10. ¿No es ésta una declaración clara de la atracción natural que los niños sienten de manera permanente hacia Dios?

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