Recientemente una amiga me comentó: 'No sé qué me pasa, como que siempre me rebelo contra la autoridad, cuando alguien me dice que debo hacer una cosa, automáticamente me digo a mí misma: ¿Por qué lo tengo que hacer? ¿Quién le ha dado autoridad a esta persona para darme órdenes?" Y pese a todas las razones que uno pueda darle a mi amiga para que haga lo que se le ha pedido, ella tiene la sensación de que debe discutir el punto. Aunque exteriormente tal vez esboce una sonrisa, en su interior continúa con los dientes apretados.
Mi amiga dice que su resistencia a la autoridad, le ha traído, en realidad, muchos disgustos a través de los años. La ha puesto en malos términos con sus supervisores. Y de tanto en tanto, la ha puesto en malos términos también con Aquel que es lo más importante de su vida: Dios. Por eso, ha estado orando para superar ese síndrome del -yo-noquiero-hacer-lo-que-me-dicen-que-haga. Y por medio de sus oraciones, aprendió muchas cosas. Ha ido aprendiendo quién es la verdadera autoridad, cuál es la verdadera obediencia... y por extraño que parezca, cuál es el amor verdadero.
No debían permitir que nada les impidiese amar y obedecer a Dios.
¿Qué conexión existe entre la obediencia y el amor? Bueno, la mayoría de nosotros obedecemos con más ganas cuando amamos o respetamos aquello a lo que debemos conformarnos. Por ejemplo, tal vez a usted y a mí no nos encante obedecer las leyes que establecen que debemos pagar los impuestos. Pero los pagamos igual. En parte, evidentemente, porque no queremos ser sancionados. Pero, ¿acaso no hay detrás de nuestros motivos una especie de amor? ¿Un amor, quizás por la comunidad o por el país, que es el que recauda los impuestos? ¿O por amor a nuestra familia o a nuestros amigos que podrían enfrentar dificultades si no cumplimos con nuestras responsabilidades?
Pero la pregunta de si es correcto o no obedecer a una autoridad humana — ya sea un recaudador de impuestos, un patrón, un policía o un maestro — también se relaciona con un amor más profundo. Habla de nuestro amor a Dios.
Cristo Jesús destacó esta conexión en una ocasión en que algunas personas le preguntaron si era lícito pagar impuestos al César, el emperador de los romanos (véase Mateo 22:15–22). Esa gente esperaba, en lo secreto, que él respondiera algo que pudiese ser calificado de traición, dando motivo con sus palabras, a ser condenado a muerte. Esperaban, por ejemplo, que les dijera: "Ustedes no deben pagar sus impuestos, porque Dios es lo único y el único Rey a quien deben pagar tributo".
Pero Jesús les respondió algo totalmente diferente. Trazando un margen bien definido entre la autoridad humana y la divina, él les dijo: "Dad... a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios".
Fue una respuesta que silenció instantáneamente todas las críticas. En ella, les explicaba que los cristianos deben pagar tributo a los "Césares", las autoridades legítimas de su país. Pero ellos también debían dar "a Dios lo que es de Dios". No debían permitir que nada les impidiese amar y obedecer a Dios.
¿Y cómo sabemos que estamos obedeciendo a Dios? Obedecemos a Dios cuando Él ocupa el primer lugar en nuestro corazón como el Todo-en-todo, el Espíritu divino. Obedecemos a Dios, cuando por encima de todo, queremos alabarlo a Él a través de las cualidades del Cristo y de la bondad evidente que manifestamos en nuestro trato con nuestro prójimo, en nuestras relaciones de negocios, y en la manera en que les hablamos a los demás, incluso cuando no estamos de acuerdo con lo que nos dicen o cuando nos dan órdenes.
Por lo tanto, si nos vemos ante la necesidad de hacer algo que despierta rebeldía en nuestro interior, podemos formularnos las siguientes preguntas: ¿Es posible que el pago de este impuesto, o el cumplimiento de esta orden, o hacer este deber para el colegio, me impida respetar a Dios y a Su Cristo en mi corazón? ¿Puede esto impedir que yo quiera a alguno de los hijos de Dios? ¿Puede impedirme que resplandezca en mí la paciencia, la gracia y la gentileza de carácter que recibo directamente de Dios? Y si la respuesta a cada una de esas preguntas es "No", entonces probablemente, lo que se nos ha pedido que hagamos, no es después de todo, algo tan malo. Y puede incluso, convertirse en algo bueno, tanto para nosotros como para los demás.
Es evidente que si vamos a obedecer a Dios, que es la Mente infinita y la Verdad y el Amor puros, debemos hacer algo antes. Debemos escuchar a Dios. En la Biblia, el significado original de la palabra obedecer es "escuchar" o "prestar atención escuchando atentamente".The Hebrew-Greek Key Study Bible, Chattanooga, TN:AMG Publishers, 1991, pág. 1670. La mayor parte de los cristianos, están de acuerdo en que Jesús es el ejemplo más perfecto de alguien que obedeció a Dios por completo.
"¡Soy un rebelde! Ningún profesor, hasta ahora, logró algo conmigo".
Cuando se abriga el propósito de obedecer a Dios, escuchando lo que Él nos dice, o sea, abriendo totalmente el pensamiento a las cosas espirituales infinitamente maravillosas que Él nos está ofreciendo a cada instante, ¡todo parece tan natural, tan irresistible! Nada contra lo cual uno pueda irritarse o quejarse. Porque cada uno de nosotros, en realidad, refleja a Dios, como Su completa imagen y semejanza espiritual.
Mientras ejercía como profesora en una universidad pública, me apoyé muchísimo en la bondadosa y firme autoridad de Dios para establecer en la clase una atmósfera productiva. Y cuanto mayor era el acercamiento que se producía entre los estudiantes y yo, a través del amor, la paciencia y la autoridad espiritual que Dios expresa de manera infinita (y que yo podía expresar por ser Su hija), tanto mejor marchaban todas las cosas.
Pero un semestre, apareció un alumno que resultó inolvidable. El primer día, él mismo hizo su presentación diciendo: "¡Soy un rebelde! Ningún profesor, hasta ahora, logró algo conmigo. Usted podrá intentarlo, pero tampoco lo va a conseguir. La única razón por la cual estoy en esta clase es porque la sociedad determina que uno debe contar con una educación". Yo me había quedado, prácticamente, sin habla.
Pero en ese mismo momento, comencé a orar. Pensé en el infinito amor que Dios siente por cada uno de Sus hijos. Yo sabía que en ese preciso instante, Dios rodeaba a ese estudiante con un enorme y efusivo abrazo, que no dejaba afuera a nadie. Y Dios, de ningún modo lo veía como un rebelde. Él lo veía como realmente es: amable, querido, puro, totalmente espiritual. El amor de Dios es una autoridad irresistible. Es una voz que "se abre camino" en cada uno de nosotros.
Durante ese semestre, pensé muchísimo en declaraciones parecidas que se encuentran en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, donde Mary Baker Eddy habla de la verdadera creación (que se describe en el primer capítulo del Génesis) y dice: "En la creación de Dios las ideas se volvían productivas, en obediencia a la Mente".Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 544. Para mí, eso era una promesa de que mi alumno podía volverse "productivo" y "obediente" en mi clase en ese mismo instante.
Resultó que el "rebelde", aunque a duras penas, aprobó el curso. Ése fue el primer éxito que logró en la universidad. En realidad, fue para él ¡todo un suceso: era la primera vez que terminaba un curso! Verlo aceptar esa disciplina, que a veces parecía incluso disfrutar, era para mí una respuesta a la oración, una señal de que estaba respondiendo a la autoridad de Dios. Y en ese sentido, se podría afirmar, sin lugar a dudas, que tanto el joven como su profesora, aprendieron algo durante ese período lectivo, en lo que respecta a recibir órdenes de Dios.