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Frente al adulterio, ¿cómo puede ayudarnos la Biblia?

Escrito para el Heraldo

Del número de enero de 1997 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


El Séptimo Mandamiento prohibe el adulterio. Véase Éx. 20: 14. Eso era algo a lo que yo pensaba que nunca tendría que enfrentarme, sin embargo, hace unos años descubrí que mi esposo estaba teniendo una aventura amorosa. Al enfrentarlo, él admitió la situación, aunque recientemente había terminado con ella. Me sentí ofendida e indignada. Me sentí engañada, estafada y profundamente herida. Me abrumaban sentimientos de lástima por mí misma.

Esa noche, en medio de un estado de confusión emocional, asistí a la reunión de testimonios de los miércoles en una iglesia de la Ciencia Cristiana. Pensaba que, si tan sólo pudiera obtener alguna idea que me ayudara a elevar mi pensamiento, me sentiría agradecida. Mientras escuchaba las lecturas de la Biblia y del libro Ciencia y Salud, y los testimonios de los miembros de la congregación, dos ideas penetraron mi desdicha. Una era que la armonía es la realidad genuina, y la otra era la necesidad de perdonar. Esas ideas resultaron mucho más poderosas de lo que hubiera podido imaginar. Recuperé el control de mi pensamiento y me sorprendí al ver el progreso alcanzado en los días subsiguientes.

Recurrí a la Biblia en busca de inspiración. En la parábola de Cristo Jesús acerca del hijo pródigo, Véase Lucas 15:11-32. el padre le da la bienvenida, sin reserva alguna, al hijo que regresa al hogar. No perdió tiempo emitiendo juicios o sintiéndose ofendido o traicionado. Celebró abiertamente el regreso de su hijo. ¿Cómo podía yo hacer menos en mi circunstancia?

Pero, ¿qué decir respecto al incumplimiento del Séptimo Mandamiento? Me tomó un buen tiempo resolverlo. La respuesta se presentó de una manera muy sencilla, con la comprensión de que los Diez Mandamientos constituyen la norma para regular nuestro comportamiento. No son una guía para juzgar a los demás. Ello no significa que pasemos por alto el pecado o que la persona que actúa mal no esté obligada a cambiar de proceder. Sino que señalan hacia nuestra propia e indispensable responsabilidad.

Mi esposo y yo estábamos progresando en la reconstrucción de nuestra relación. En verdad, me regocijaba con todo el proceso. La armonía había sido restaurada con naturalidad, y el perdón vino inevitablemente. Sin embargo, su aventura parecía seguir dominando mis pensamientos y sentí que pensaba con mucha frecuencia en el asunto.

Tras darle vueltas y vueltas a este ciclo negativo por algún tiempo, finalmente oré para comprender lo que necesitaba hacer para poder sanar. Pronto me percaté de que, a pesar de que había perdonado a mi esposo, todavía lo veía como un adúltero. Volví a la Biblia y leí acerca del trato que Jesús dispensó a la mujer adúltera y a sus acusadores. Véase Juan 8:1-11. Pude ver que cargaba en mi pensamiento las piedras de los acusadores.

Dios no nos conoce como acusadores ni acusados, sino como sus hijos, puros y libres de pecado. Puesto que ser Su semejanza es nuestra verdadera identidad espiritual, los calificativos de “adúltero“ o “víctima“ no describen quiénes somos realmente. En realidad, no hay hombre o mujer que no sea la expresión perfecta de Dios. Y, ya que Dios es el único creador, ninguna forma de pecado tiene el poder real de imponerse sobre nosotros.

Sentí como si me hubieran quitado un peso del pensamiento. Me regocijé al contemplar la pureza, inocencia e integridad que Dios otorga y que constituyen la verdadera identidad de mi esposo. Al compartir esta percepción con él, hasta pude ayudarlo a superar sus sentimientos de culpabilidad.

Una de las lecciones que aprendí fue que el perdón no es algo de un momento, sino continuo.

No obstante, todavía quedaban algunas lecciones que aprender. Tiempo después mi esposo y yo tuvimos que trabajar juntos con su ex amante en un proyecto comunitario. Volví a sentir la confusión mental que pensaba haber superado, así que comencé a orar para llegar a conocer qué otra cosa tenía que sanarse. A decir verdad, no me agradó la respuesta que llegó a mi pensamiento: también tenía que perdonar a esta mujer.

Reflexioné sobre el requisito que Jesús hace a sus seguidores en el Sermón del Monte: que amen a sus enemigos. Mateo 5:44. A medida que oraba y estudiaba, me di cuenta de que Jesús cumplía con esa exigencia identificando a sus llamados enemigos como hijos de Dios. Él comprendía que el pecado que parecía afectar su comportamiento no formaba parte de su verdadera identidad. Al identificarlos espiritualmente, podía amarlos y perdonarlos. ¿Podría yo hacer lo mismo? Sí, tenía que hacerlo si quería que la curación fuera completa. Después, cada vez que pensaba en aquella mujer, oraba: "Bendícela, Padre, porque ella es mi hermana".

Una de las lecciones que aprendí fue que el perdón no es algo de un momento, sino continuo. Cuando Pedro preguntó cuántas veces tendría que perdonar a su hermano, Jesús le respondió, "No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete". Mateo 18:22. Ese mandamiento cobró un significado especial para mí.

Cuando comenzó todo esto, no podría haber creído que miraría hacia atrás y contemplaría una bendición como resultado de aquello; sin embargo, las bendiciones siguen manifestándose. Me siento muy agradecida porque nuestro matrimonio, al igual que la casa construida sobre la roca, ha soportado la tormenta y se ha fortalecido y aumentado en amor. Esta experiencia me ha demostrado la importancia de estas palabras de la Biblia: "Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra". 2 Tim. 3:16, 17.

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