LAS DOS últimas semanas habían sido de gran inquietud. Para mí era obvio que tenía síntomas asociados con el cáncer de mama. No había obtenido un diagnóstico médico porque siempre que había recurrido a Dios por medio de la oración me había sanado, aún en situaciones muy graves. En esta ocasión, inmovilizada por el temor, primero oré para tranquilizarme y simplemente poder “empezar” a orar.
Una tarde estaba sentada en el cuarto donde acostumbro orar, leyendo Escritos Misceláneos por Mary Baker Eddy. Mis ojos recorrían las palabras, que eran buenas, tranquilizadoras y sanadoras, pero el temor me inquietaba mucho, estaba aterrada. Entonces algo, de manera suave pero imperativa, llamó mi atención; era como un susurro: “¿Por qué no te arrodillas y oras?” Deseché la idea y continué leyendo, pero el susurro vino de nuevo: “¿Por qué no te arrodillas y oras?”
Después de resistirla varias veces, pensé: “Está bien”. Cerré el libro, me incliné y oré de todo corazón. “Padre, ayúdame”, supliqué, “¡siento como si necesitara diez abogados!”
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