Una noche llegué a casa de la universidad y me serví la comida como hago habitualmente. Mientras comía sentí como si me cortaran la garganta. El dolor era muy fuerte.
Para aliviarme tomé leche y agua, pero sentía más dolor todavía y tuve miedo. Luego comencé a tener náuseas, fui al baño y vomité sangre. Para entonces estaba aterrada; me parecía estar viviendo una pesadilla.
Mi primera reacción fue recurrir a Dios como siempre hago. En realidad no había otra solución. Me puse a orar. Lo primero que me vino al pensamiento fue una frase de Martín Lutero que Mary Baker Eddy cita en Ciencia y Salud, al comienzo del capítulo titulado “La Ciencia del Ser”: “Aquí estoy. No puedo obrar de otra manera. ¡Dios me auxilie! ¡Amén!” (pág. 268). Sabía que no quería “obrar de otra manera”; tenía que resolver el problema mediante la oración.
Todo sucedió muy rápido. Llamé por teléfono a mi madre y le pedí que se comunicara con un practicista de la Christian Science para que orara por mí. Tan pronto escuché la voz del practicista me sentí algo aliviada. No obstante, sentía que me iba a desmayar.
Entonces recordé un artículo que había leído en un Sentinel en el tren aquella mañana, escrito por un hombre que había resuelto un problema pensando en los siete sinónimos de Dios que aparecen en Ciencia y Salud. Ese hombre había razonado que por ser el reflejo espiritual de Dios representaba cada uno de los siete sinónimos: Amor, Vida, Verdad, Principio, Mente, Alma y Espíritu. Entonces hico lo mismo. Para mí el sinónimo más importante en ese momento era Mente porque incluye el concepto de conciencia divina permanente. Yo parecía estar a punto de perder el conocimiento y sabía que no podía dar expresión a nada que no fuera la Mente infinita, que siempre está alerta. Sin darme cuenta, le estaba hablando de esto al practicista, que todavía estaba en la línea, demostrándole así que no había perdido el conocimiento. Cuando estos pensamientos se afirmaron en mi conciencia recuperé la calma. Si bien la garganta todavía me dolía mucho, yo estaba completamente lúcida.
Las ideas que mencioné me habían dado confianza. Si bien no tenía duda de que iba a sanarme, todavía no había podido borrar de mi pensamiento la imagen de lo que me había sucedido. Cuando me di cuenta de esto, pensé en una foto que había visto en un Sentinel aquella mañana. En ella aparecían un hombre y su pequeño hijo en un bosque, cerca de la naciente de un río, contemplando apaciblemente el agua pura que surgía de la roca. Esto me ayudó a reemplazar la imagen de la herida en mi garganta. En el artículo que acompañaba la foto, el hombre decía que había calmado los temores del niño diciéndole que, así como el río jamás puede separarse de su fuente, nunca estamos separados de Dios, que es nuestra fuente, y que así como el agua que surge de la fuente es pura, nosotros somos completamente puros. Estas ideas me fortalecieron.
En ese momento llegó mi madre. Había estado orando por mí en el camino y lo había hecho tan bien que cuando llegó ni siquiera sintió temor al ver el estado de mi apartamento. Ella limpió lo que era necesario y nos fuimos juntas a su casa.
Aquella noche leímos Ciencia y Salud durante varias horas. También leí una cita de la Biblia que me ayudó mucho: “Aunque ande en el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento” (Salmo 23:4).
A pesar del dolor me pude dormir. A la mañana siguiente el dolor había disminuido bastante. Resistí la tentación de quedarme en casa y me dispuse a cumplir con mis actividades habituales. Pensé en las ideas del poema “Oración Vespertina de la Madre”, escrito por Mary Baker Eddy (Escritos Misceláneos, pág. 389), que me ayudaron a mantener el pensamiento centrado en Dios. Aquella misma tarde el dolor desapareció. La curación se produjo sin que yo me diera cuenta.
“Deja que el libro sea tu médico”
De esta experiencia aprendí que cuando se presenta un problema (sea físico, moral o de cualquier otra índole) es importante no contemplar la situación en la que parecemos encontrarnos. Lo que debemos hacer es volver nuestro pensamiento a nuestra identidad espiritual y a Dios, la fuente de nuestro ser, que es como el agua que fluye incesantemente de la roca e incluye pureza, inteligencia e inocencia. Estoy agradecida por saber que nunca estamos separados de esta fuente que es Dios.
París, Francia