Casi siempre lo paso escuchando, observando y maravillándome de la naturaleza. Prácticamente toda la vida silvestre, pájaros, ranas, insectos, serpientes y plantas, me ha interesado desde que tengo memoria. No importa si se trata de una marmota dorada que lanza su gruñido desde una gran roca en las Montañas Rocosas, o una paloma que construye su nido en la cornisa de un edificio en Nueva York. Cualquier animal salvaje o planta que se te ocurra, tanto viva en el parque de una ciudad, en las praderas, en las las montañas o en una selva tropical, atrae mi atención.
Las especies silvestres y los lugares donde viven también me hacen sentir cerca de Dios.
En una reserva forestal cerca de donde vivo, hay un pantano que me encanta visitar. A sus orillas crecen eneas, juncos y otras plantas. Pájaros diminutos y mirlos de alas rojas construyen sus nidos en los árboles del lugar. Su canto se escucha por todos lados durante toda la primavera y el verano. A veces, cuando me quedo muy quieta para escuchar su coro de voces, pasa nadando al lado mío un ratón almizclero. O una tímida codorniz, que no se percata de mi presencia, sale despacio de entre los juncos y sumerge su pico en el agua para desaparecer rápidamente en la selva.
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