Hace unos meses el mundo fue testigo de uno de los pasos más importantes que se han dado en la historia moderna hacia la unidad internacional, al entrar en vigencia el euro, moneda común que unifica las economías de 12 países europeos. El estado de ánimo predominante entre los habitantes de Europa en ocasión de la transición fue descrito como “euro-foria”.
Cuando mi amiga Magda, de San Pablo, Brasil, llegó a Viena, Austria, para pasar las vacaciones de fin de año conmigo, vimos en muchas vidrieras la siguiente frase: “Hurra, Europa, der Euro ist da!” (¡En hora buena, Europa! ¡Ha llegado el euro!). El primer día del año nos sorprendió, junto a muchos otros ciudadanos locales y turistas de muchos países, haciendo cola para obtener nuestros primeros billetes de la nueva moneda.
El hermoso billete del euro es un mensaje en sí mismo. Magda me hizo ver que los puentes, las ventanas, las puertas y los corredores que aparecen en su diseño indican que las antiguas barreras se han superado y las divisiones del pasado han quedado atrás. Este extraordinario acontecimiento se produjo naturalmente, luego de la caída del muro de Berlín en Alemania, el fin del apartheid en Sudáfrica y la dominación soviética en Europa oriental.
El euro representa un notable avance en el pensamiento de esta era y en la disposición de la gente a creer en sus semejantes y confiar en su integridad. Es el resultado de un esfuerzo consciente por unificar los precios de los productos y superar antiguas barreras y conflictos feudales.
¿Qué produjo este cambio? La admisión, por parte de muchos, de que la confianza recíproca constituye un poder concreto cuya naturaleza no es material sino espiritual y está arraigado en la ley del bien, autoexistente y a disposición de todos. El Principio que gobierna el universo, la realidad del gobierno de Dios, es esa ley. El puente que conduce hacia la unidad de pensamiento entre las naciones es la disposición de comprender que todos los seres humanos son igualmente merecedores y capaces de comprender esta ley.
Un domingo por la mañana, mientras estaba de visita en Blu-menau, una pintoresca ciudad del sur de Brasil, fui testigo de lo que yo denomino el reconocimiento de la verdadera riqueza mediante la comprensión de esa ley autoexistente.
En determinado momento me di cuenta de que durante el desayuno había dejado mi pequeño portafolio de cuero en el asiento del restaurante del hotel. Tenía en él documentos, una cantidad sustancial de dinero local y una elevada suma de dólares estadounidenses, suficiente para cubrir los gastos de un extenso viaje de negocios. En esa época, el valor del dólar en relación a la moneda brasileña era tan alto que para un ciudadano común el dinero que había en mi portafolio representaba más que una pequeña fortuna.
Cuando regresé al hotel, el conserje me entrego el portafolio sin que faltara en él nada. El joven mozo que lo había encontrado había visto su contenido y se lo había entregado de inmediato a su jefe. Teniendo en cuenta las dificultades económicas que la gente tenía, aquel joven podría haberse sentido tentado a tomar parte del dinero. Sin embargo, se había dado cuenta de que su riqueza no consistía en aprovecharse de las circunstancias. Al elogiar yo su actitud, el conserje me explicó con orgullo que la filosofía de la compañía era promover las carreras de sus empleados confiando en su integridad y en su capacidad para realizar su trabajo con excelencia.
Esta experiencia me demostró que la ley divina está siempre en acción. Yo había orado, confiando en la omnipresencia de Dios. Me había dado cuenta de que a Dios le pertenece todo Su universo y que cada persona, por ser Su reflejo, posee una dote abundante que procede directamente de la fuente divina. Mi oración no había cambiado el carácter de aquel joven, sino que a través de ella yo había percibido la realidad espiritual permanente de su identidad.
Reconocer la naturaleza verdadera e intrínsecamente pura de cada persona, es una forma de orar y escudriñar profundamente la creación de Dios. La naturaleza humana es buena y noble de por sí. No es nuestra tarea establecer ese hecho, sino tan sólo descubrirlo.
Nuestra oración por un mejor entendimiento entre las naciones también incluye percibir la naturaleza inocente de nuestro prójimo. Confiar en la inocencia del género humano no significa que debamos tolerar la falta de honradez o el mal proceder, sino negarnos a considerar que la deshonestidad pueda ser parte de los hijos de Dios y admitir como real únicamente la infinitud de la presencia y el gobierno de Dios en las actividades de hombres y mujeres. Esta revista respalda esa forma de oración por el bien de la humanidad.
La Descubridora y Fundadora de la Christian Science, Mary Baker Eddy, reconocía que cada uno de nosotros es inseparable de Dios, el Creador, quien está en perfecta unidad con Su creación. En su obra titulada La Unidad del Bien, la Sra. Eddy escribe: “Cuanto más comprendo la verdadera naturaleza humana, tanto más percibo que es impecable, tan ignorante del pecado como lo es el Hacedor perfecto”.
“Para mí, la realidad y la sustancia del ser son buenas, y nada más que buenas. Por medio de la eterna realidad de la existencia logro, mentalmente, una conciencia glorificada del único Dios viviente y del hombre auténtico”.La Unidad del Bien, pág. 49.
La relación indisoluble entre Dios y cada uno de nosotros constituye la esencia misma de las enseñanzas de Cristo Jesús. La influencia del Cristo se ha sentido a través de los siglos y está ayudando a la humanidad a avanzar hacia el reconocimiento del Principio divino, que une y bendice a todos los hombres. En su obra principal, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, Mary Baker Eddy escribe: “El advenimiento de Jesús de Nazareth marcó el primer siglo de la era cristiana, pero el Cristo no tiene principio de años ni fin de días”.Ciencia y Salud, pág. 333. Ahora mismo se están tendiendo puentes en el pensamiento humano que unen a las naciones bajo el gobierno del Padre-Madre, quien nos ama a todos por igual.